Cervantes
Así fue, oh musa, la verdadera cólera de Aquiles
El rapto de «la mujer más guapa del mundo» fue la chispa que desató diez años de guerra frente a Troya. Caroline Alexander vuelve a reconsiderar la disputa sobre la historicidad de este asedio, uno de los capítulos bélicos más legendarios de la historia que Homero recogió en la «Ilíada».
En el comienzo fue Troya, la guerra mítica y primordial que alumbra la literatura y la historia en Occidente desde la antigua composición oral de los poemas homéricos y su trasfondo histórico hasta sus diversas postrimerías. La materia troyana empieza en el mito con las Bodas de Tetis y Peleo, la Manzana de la Discordia y el famoso Juicio de Paris, seguido del rapto de la bella Helena, «la faz que lanzó mil barcos al mar», como dijo Marlowe. Un triángulo de literatura, historia y recepción se despliega tras la muralla de la legendaria ciudadela, que ya los antiguos griegos consideraron histórica y que muchos siglos después sólo la genial intuición de un arqueólogo aficionado alemán recuperaría del olvido.
En primer lugar, el ciclo épico acerca del asedio y destrucción de esa ciudad ha marcado la literatura y el pensamiento de Occidente desde la más remota antigüedad. La «Ilíada», el cantar de la guerra legendaria en torno a las murallas de Ilión, es la más genial concreción de esa larga tradición oral que transmitía de generación en generación las hazañas de los héroes que murieron en la guerra de los orígenes. Se centra en un momento concreto, la cólera de Aquiles, como se ve en la invocación a la musa para que asista al poeta en su sacra misión de conmover al pueblo contando de nuevo esa historia inmortal: «La cólera canta, oh diosa, de Aquiles hijo de Peleo» («Menin aeide, thea, Peleiadeo Achileos»). Su público no necesita más antecedentes, todo comienza «in medias res» y depende de la tradición mítica. Lo genial del bardo llamado Homero, y por lo que es cuna y cima de toda literatura, es saber concretar en una narración de cincuenta días escasos del décimo año de guerra la gloria y la miseria del ser humano. Desde la ira egoísta de un guerrero cruel y los lances más sangrientos hasta la reconciliación final entre dos rivales que se miran a los ojos entre lágrimas y reconocen la tragedia de la mortal condición humana.
Una historia con lagunas
Es imposible saber a ciencia cierta cuándo se ideó la historia de la caída de Troya. Tradicionalmente se afirma que la «Ilíada» fue compuesta por aquel mítico poeta ciego, Homero, tal vez natural de la isla de Quíos, en el siglo VIII a.C. A unos cincuenta años de distancia, y según la tradición, habría compuesto un segundo gran poema épico, la «Odisea». El ciclo troyano fue materia para otras muchas obras que abundaron desde la época oscura hasta el inicio de la codificación por escrito de la literatura antigua y que abarcaban desde los motivos y comienzos de esta larga guerra en la mitología, hasta la destrucción de la ciudad mediante la estratagema del caballo de madera y, al fin, los regresos («nostoi») de los diversos héroes griegos a casa, como el de Odiseo. El regreso del caudillo más singular de Troya pronto obtuvo cierta independencia como ciclo de viajes y aventuras en el esquema mítico del retorno del héroe. Su inolvidable peripecia está alejada de la épica guerrera tradicional y tiene una notable modernidad y atractivo: el largo errar por los mares del ingenioso Odiseo se combina con las intrigas en la corte de Ítaca, entre la leal Penélope y el esforzado Telémaco, hasta el ansiado «happy ending» del reencuentro. El rey itacense saldrá airoso de todos los peligros gracias a su ingenio y el tono muy distinto de la «Odisea» se ve ya en su «incipit» «cuéntame, musa, del hombre de variadas tretas» («Andra moi ennepe, Mousa, polytropon»), más humano y próximo que el de su poema hermano. Poco podemos profundizar aquí en la riqueza de los poemas homéricos, sobre los que tanto se ha escrito, y que se siguen traduciendo y reelaborando literariamente sin cesar.
Trasfondo literario
En segundo lugar, la historicidad de la guerra ha estado siempre en el trasfondo de la literatura. Subyace tras los poemas el recuerdo lejano y memorable de una guerra real, una campaña que llevó, en una época antiquísima, a los griegos de diversos estados del sur de los Balcanes hacia Asia Menor, a combatir contra una ciudadela que controlaba el paso marítimo de los Dardanelos y cuyo poder, seguramente, suponía una amenaza económica y militar para los griegos de Europa. De hecho, los griegos creían que la guerra de Troya era un suceso histórico verdadero –así lo manifestaron historiadores como Heródoto o Tucídides– y en la antigüedad griega y romana aún se podían visitar los restos de la vieja ciudadela. Pero con los siglos desapareció todo rastro de esta guerra, que quedó sumida en la leyenda, hasta que en 1871, siguiendo sus ensoñadoras lecturas de Homero, Heinrich Schliemann se decidió a buscar la antigua Troya. Sus inspirados descubrimientos –teñidos de romanticismo y culminados incluso con una boda «homérica»– fueron fundamentales para localizar la Troya histórica en frente de la isla de Ténedos, dando un giro genial a los estudios sobre la antigüedad helénica.
Hubo ciertamente una Troya y una Micenas históricas y en el contexto de la Edad del Bronce y libros variados de filólogos, historiadores y arqueólogos, como West, Latacz, Seibert o Cline, o incluso periodistas, como el muy reciente de Caroline Alexander –«La guerra que mató a Aquiles (Acantilado 2015)–, las han estudiado. Con el tiempo vino la consideración legendaria y Homero parece mezclar esos ecos micénicos y del bronce resonante de sus guerreros –que aún se pueden rastrear bajo la colina de Hissarlik– con percepciones sociopolíticas de su propia contemporaneidad de la era arcaica. Los documentos de otro pueblo de la época, los hititas, a los que se accedió a mediados del pasado siglo, permiten acaso la prueba de la verdad histórica de la guerra y del poderío que llegó a alcanzar Troya. A comienzos del siglo XIII, mencionan un tratado con el rey Alaksandus de Wilusa. Tal vez los nombres hititas escondan equivalentes griegos: Wilusa sería la memorable Ilión y Alaksandus valdría acaso por Alejandro (el otro nombre de Paris), mientras que los «ahhijawa», bien podrían ser los «aqueos de broncíneas túnicas». Como muchas otras veces, la épica se refiere a realidades históricas más o menos nebulosas (recordemos los Nibelungos, Roncesvalles o el Cid), transitando la más que sutil frontera entre historia y leyenda.
En tercer lugar, evocaremos muy brevemente las innumerables postrimerías de Troya y su caída. Muchos de estos episodios de después de la guerra sirvieron para elaborar otras leyendas o ciclos –como el triste regreso de Agamenón en la tragedia o el viaje de Eneas en pos de la tierra prometida de Roma, segunda Troya, en la «Eneida» virgiliana–; algunos de ellos se narraron en obras ya clásicas o epopeyas tardías como las «Posthoméricas» de Quinto de Esmirna. Luego Bizancio reclamaría, a fuer de segunda Roma, ser nueva Troya también. En fin, la repercusión de Troya en la historia de nuestra cultura es inmensa e inabarcable en Dante, Shakespeare, Cervantes, Calderón, Tennyson, Cavafis, Joyce, Borges y tantos otros. Entre los muros de Troya y el viaje a Ítaca transcurre nuestra historia y literatura y, para terminar, sólo podemos recordar, con el escritor C. Péguy, que «Homero es joven cada mañana y no hay nada más viejo que el periódico de hoy cuando ya se ha leído».
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