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El último hurra
Por Álvaro de Diego
No ha defraudado. Se esperaba que el estrambótico candidato se moderaría tras acomodarse en el sillón presidencial. Sin embargo, Trump aparece hoy enfangado hasta las trancas en un bochornoso cuerpo a cuerpo con la prensa progresista. Ya alertó Aristóteles sobre el peligro que para las democracias implican los demagogos sin escrúpulos. El riesgo había adquirido perfiles amenazantes en el pasado cuando demagogo y estratego (jefe militar) tomaban cuerpo en un solo individuo. El horizonte colectivo se estrechaba, eclipsado por la tiranía. Pero a los antiguos agitadores les limitaba su ineptitud retórica, tanto como a los del tiempo del estagirita la nula experiencia guerrera.
Veintitrés siglos, el Estado liberal de derecho y el poder de una prensa libre nos separan. Y, no obstante, un nuevo fantasma recorre Occidente, el Jano trifronte de la desafección, posdemocracia y antipolítica.
Un populismo 3.0 explota rastreramente el encono y frustración de las clases medias, aquellas que a juicio de Aristóteles salvaban las sociedades y hoy constituyen el sumidero por el que desagua su equilibrio. La última transformación de la resistente crisálida se llama “posverdad”. La palabra del año en 2016 alude a una nueva situación en que “los hechos objetivos influyen menos a la hora de modelar la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. La verdad ya no importa.
El comandante en jefe de los Estados Unidos cabalga la cresta de la ola. Sobre la tabla (wii fit, por supuesto) que le ha diseñado Steve Bannon el remozado coronel Kilgore no se despeina el flequillo. Lo mismo niega la nacionalidad y religión de Obama, al que hoy acusa de orquestar las manifestaciones en su contra, que tacha a los mexicanos de “violadores” o niega la palabra a un reportero de la CNN por propalar falsedades (”fake news”). Es el adelantado de la “mentira transmutada en verdad”, un “fenómeno casi universal” que Victoria Prego ha bautizado como el de las falacias “repetidas cientos, miles, millones de veces que, por el volumen de su presencia, se convierten en verdades, en hechos comprobados”. Hasta el propio Mark Zuckenberg ha reconocido cómo Facebook se ha transformado en una colosal autopista para el bulo. Él es el principal causante de la quiebra que pagamos todos: cambió al equipo humano responsable de los trending por un algoritmo. También un porcentaje considerable de los tuits que adulteraron la última campaña resultaron confeccionados por robots.
La respuesta, el razonable fact-checking del periodismo, se revela hoy insuficiente. El descrédito de la prensa (que masivamente tomó partido por Hillary) se aproxima al de la política. Los incondicionales de Trump no leen los medios críticos y el pasajero del Air Force One se desdobla como un demente entre dos cuentas de Twitter: la personal del pajarito loco, que carga salvajemente contra todo y contra todos, y la presidencial, allí donde el trino del ruiseñor resulta más comedido. Por lo demás, el ritmo de producción de memeces es muy superior al del esfuerzo que supone desmentirlas. Industria frente a artesanía: Trump miente tanto y tan rápido que de inmediato se diluye el efecto de su última trola. Si Aristóteles sugirió al tirano segar las espigas más sobresalientes, al republicano sobrevenido le basta con pasear un láser verbal por el campo. Deslumbrados, no podemos ver ninguna.
Contrasta lo anterior con el comedimiento narrativo de una obra de arte que he vuelto a ver recientemente. En El último hurra (1958) el maestro de maestros relató la postrera campaña para revalidar el cargo de un alcalde de origen irlandés de Nueva Inglaterra. Frank Skeffington es un veterano político que se enfrenta con un joven abogado que, aun contando con el respaldo de la oligarquía local y el recurso inédito de la televisión, no parece malvado, pero sí un botarate (qué gran lección para la efebocracia presente). El personaje, que -visto el filme- solo podía encarnar Spencer Tracy, dista mucho de ser angélico: asume que el éxito electoral depende de sus dotes de comediante, miente si procede y somete al banquero de turno a un pequeño chantaje para que financie unas viviendas sociales (imposible no sonreír con la escena hoy políticamente incorrecta). A la vez se trata de un hombre honesto, sincero católico que sigue el evangélico “No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha”. Un representante al que adoran sus colaboradores y al que, en la derrota, se le rinden tanto la prensa como sus sempiternos adversarios. El maestro de maestros (”me llamo John Ford y hago películas”) lo filma todo con virilidad y pudor (¿acaso no son dos expresiones de lo mismo?): en la solitaria y a diario renovada rosa al pie del retrato de la esposa difunta, en la caricia rápida al corazón que le grabó de niño, en la confesión final al cura de a pie una vez se ha despedido al obispo (superlativa rendición de cuentas que se escamotea, púdicamente, al espectador).
Y al final refulge una imagen en estos tiempos de descarnada codicia de poder sin decoro (”Querido mío -confió Goethe a Eckermann-, la gloria no es poca cosa. ¿Acaso Napoleón no ha despedazado el mundo por ella”): el anónimo y derrotado Skeffington/Tracy caminando, anónimo, de regreso a casa. En sentido contrario al de la multitud que con antorchas celebra la victoria.
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