Así quiso aplastar Churchill a la URSS
Un reducido grupo de oficiales del Estado Mayor empezó a estudiar una serie de planes para atacar la Unión Soviética cuando la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de concluir.. El historiador militar Jonathan Walker detalla minuciosamente en «Operación ‘‘impensable’’» cómo se planificó y cuáles fueron sus temores.. ¿Podría haber desencadenado la tercera guerra mundial?
El dirigente urdía un proyecto secreto cuyos planes se presentaron el 22 de mayo de 1945, apenas dos semanas después de la rendición del Reich
Adelantamos el capítulo 3 (Los tres pescadores) del libro «Operación ‘‘Impensable’’» (Crítica), escrito por Jonathan Walker, en el que el historiador desvela los planes secretos de Winston Churchill para desencadenar una tercera guerra mundial.
A primera hora de la tarde del 12 de abril de 1945, el presidente Franklin Roosevelt estaba posando para un retrato. «Sólo nos quedan quince minutos», advirtió al artista. Acto seguido, se echó las manos a la cabeza y se desplomó a causa de una súbita hemorragia cerebral masiva. Murió poco después. El momento de la muerte del trigésimo segundo presidente de Estados Unidos no podría haber sido más inoportuno. Con la defunción de Roosevelt, Stalin perdía un «agente honrado», como le gustaba al difunto presidente que lo considerasen, y a Churchill le quedaba la tarea de entablar una nueva relación con un sucesor al que no conocía. Churchill se negó a asistir al funeral de Roosevelt, quizá resentido porque el fallecido presidente no le había apoyado contra Stalin hasta el final.
Pero la maquinaria del poder continuaba su curso implacable. Harry Truman juró el cargo de presidente solo unas horas más tarde, más sorprendido que nadie de encontrarse en la Casa Blanca. El jugador de póquer de Misuri había sido un candidato de compromiso, y lo sabía bien, pero estaba decidido a dejar huella. Aquella noche escribió en su diario: «No soy fácil de consternar, pero la noticia del fallecimiento del presidente y de que el peso del gobierno había recaído sobre mis hombros me dejó totalmente conmocionado. [...] Sabía que el presidente se reunía con Churchill y Stalin con mucha frecuencia. No estaba familiarizado en absoluto con todo aquello y la verdad es que me daba mucho qué pensar, pero decidí que lo mejor que podía hacer era volver a casa y descansar todo lo posible y apechugar con lo que viniese».
Aunque había pasado muchos años instalado en los márgenes del poder,Truman parecía seguir una línea de acción más dura que la de su predecesor con respecto a Stalin. Metiendo a Stalin y Hitler en el mismo saco, había afirmado que «ninguno de los dos» daba «el menor valor a sus promesas». Por su parte, a Stalin le alarmaba que Roosevelt hubiese salido de escena, pues siempre había creído que al difunto presidente le faltaban agallas para luchar contra la Unión Soviética y que, mientras viviese, Estados Unidos constituiría una especie de garante contra una mala pasada de los Aliados. De haber estado vivo Roosevelt, es posible que Stalin hubiera aceptado que los Aliados participasen en la batalla por Berlín, pero, tal y como estaban las cosas, Stalin fijó la fecha del inicio de su asalto a la ciudad el 16 de abril de 1945.
Todos los Aliados esperaban con impaciencia la caída de Berlín, pero incluso a finales de abril, la resistencia alemana en el Oeste todavía era suficiente para impedir que las fuerzas británicas o estadounidenses despejasen la zona. Aún era necesario tomar el noroeste de Holanda, el cinturón costero septentrional de Alemania, las Islas Frisias y la isla de Heligoland. También quedaba resistencia en Dinamarca y Noruega, y el sur de Alemania, algunas zonas de Austria y los flancos de Checoslovaquia aún eran hostiles. Quedaban incluso bolsas de combatientes alemanes en la costa francesa, y las islas del canal de la Mancha esperaban aún la liberación.
No cabía duda de que estos países pronto estarían libres de la ocupación nazi, pero Churchill sabía que, en algunos casos, Stalin estaba dispuesto y esperando para llenar el vacío de poder. En Austria sin duda era así. Y si Stalin conseguía su propósito, ¿no allanaría eso el terreno para que la Unión Soviética se adentrase todavía más en Occidente? El Ejército Rojo ya había arrasado gran parte de Austria desde el Este. Habían llegado a los alrededores de Viena el 7 de abril y al cabo de una semana de violentas luchas callejeras se habían hecho con el control total de la ciudad, además del de la mitad oriental del país. Cualquier posible idea de que los soviéticos llegaban como liberadores se desvaneció rápidamente, pues las tropas invasoras, compuestas en gran parte por ucranianos o primitivos jóvenes granjeros mongoles, se entregaron al saqueo y la violación. A los soldados austriacos que habían luchado voluntariamente en las divisiones alemanas del Frente Oriental se les reservó un tratamiento especial y se ajustaron cuentas con la mayor de las brutalidades. Las violaciones eran sistemáticas y se calcula que hasta 100.000 mujeres y jóvenes austriacas las sufrieron a manos de las tropas soviéticas de «liberación» del 1º Frente Ucraniano de Konev.
Las fuerzas estadounidenses y británicas habían penetrado en la zona occidental del país y se había acordado que las cuatro potencias establecerían una ocupación similar a la de Alemania y que Viena, bajo dominio soviético, tendría zonas soviética, estadounidense, británica y francesa. Sin embargo, Stalin, como era habitual, había preparado el terreno con mucho adelanto y se apresuró a instaurar un gobierno provisional en Austria. Allí gozaba de absoluta libertad de movimientos, pues, al contrario que en Francia o Italia, en Austria no existía un movimiento de resistencia maduro que pudiera formar el núcleo de un gobierno. Aunque este «lienzo en blanco» era ideal para Stalin, no tuvo más remedio que reclutar a los miembros de dicho gobierno provisional entre los inexpertos integrantes del partido comunista. El 29 de abril, los componentes del gabinete juraron sus cargos y el socialista Karl Renner se hizo con la cancillería. Debía parecer un gobierno democrático provisional, y es cierto que incluía a algunos moderados, pero la falange de oficiales soviéticos que rodeaba la ceremonia era un presagio funesto. Ese acto tan precipitado causó la indignación de Churchill pero, igual que en Polonia, Stalin estaba en posesión militar de grandes zonas del país, entre ellas la capital. También surgieron fricciones sobre el número de aeródromos austriacos asignados a las potencias occidentales, pues Stalin se había negado a permitir la entrada de las fuerzas estadounidenses o británicas en la Austria ocupada por la Unión Soviética. Una vez más, Stalin se cerró en banda ante la indignación de los Aliados occidentales y no parecía sentirse amenazado por el hecho de que controlasen grandes partes de Austria occidental, ni siquiera porque su formidable presencia militar constase de tres divisiones británicas y tres estadounidenses. Stalin llevó esta estrategia hasta el límite e incluso se negó a permitir que los representantes de los Aliados accediesen a Viena para ayudar a establecer las zonas de ocupación. Ocurría lo mismo en toda la Europa ocupada por los soviéticos y la frustración de los comandantes militares aliados iba en aumento. Los intentos del comandante militar británico, el mariscal de campo «Jumbo» Wilson, por obtener acceso a la base de submarinos alemana tomada en Gdansk se vieron frustrados:
«Me sugirió [el general Deane] que para introducir a los nuestros en Gdinia [Gdansk] podríamos aducir que retendríamos el próximo convoy ruso si no nos lo permitían. Nuestros convoyes tenían que abrirse paso cruzando la amenaza submarina y, si no se nos daba la oportunidad de explorar la fuente de dicha amenaza, no teníamos motivos para aceptar los riesgos que conllevaban los convoyes».
En efecto, la táctica de Stalin para instalar un gobierno títere en Austria era la misma que en Polonia: engañar a los Aliados occidentales sobre el tema de los miembros del Gobierno y, luego, bajo presión, aceptar algunos nombres de moderados inefectivos para aplacar a Occidente y otorgar al Gobierno algunas credenciales democráticas. Cualquier protesta de Occidente podría acallarse derivando el asunto a la futura conferencia de Potsdam. Y, para entonces, Stalin habría puesto ya los cimientos de la dominación soviética. No es de extrañar que Churchill se encontrase agotado física y mentalmente. Después de haber pasado cinco años dirigiendo la campaña bélica de Gran Bretaña, ahora existía el peligro de que ese inmenso logro quedase ensombrecido, justo al final, por la instauración de una nueva dictadura en Europa. Desde Yalta había estado considerando todas las posibles maneras de arañar parte del territorio perdido ante Stalin, pero hacia mediados de abril, su desesperación y su sentimiento de culpa por Polonia habían alcanzado nuevas cotas. Fue entonces cuando se dirigió al Comité de Jefes del Estado Mayor y ordenó que preparase un plan para meter en cintura a Stalin mediante el uso de la fuerza militar.
Los jefes del Estado Mayor eran el canal perfecto para la orden de alto secreto de Churchill, pues su comité respondía directamente ante el primer ministro por su doble papel de ministro de Defensa. Churchill podía estar seguro de un informe experto y confidencial de un comité que había demostrado ser uno de los mejores instrumentos desarrollados por la maquinaria de guerra británica, aunque no siempre había funcionado como la seda. Formado en 1923, su papel inicial era actuar como subcomité del Comité de Defensa Imperial, sin embargo,muchos políticos creían desde el principio que otorgaba demasiado poder a los servicios armados. Aunque los primeros jefes del Estado Mayor se mostraron reacios a aceptar la responsabilidad colectiva, el triunvirato de la guerra, con el mariscal de campo Sir Alan Brooke como presidente, resultó un equipo de una efectividad formidable. El comité también estaba formado por el Primer Lord del Mar (el almirante Sir Andrew Cunningham) y el jefe del Estado Mayor del Aire (el mariscal de campo Sir Charles Portal), con el general Sir Hastings Ismay en las funciones de secretario. A Ismay, que también era jefe del Estado Mayor de Churchill, se le conocía universalmente con el sobrenombre de «Pug», y era un hombre grande y fornido, dueño de una colección de anécdotas que, según su adjunto, no era capaz de relatar sin estallar en carcajadas antes de llegar al chiste final. Dejando el humor a un lado, los jefes del Estado Mayor llevaban tiempo trabajando en equipo e incluso compartían la pasión por la pesca fuera del horario laboral. Es notoria la anécdota de la conferencia de Quebec, en 1944, en la que se dieron el capricho de practicar su afición. Pero no todo era armonía en la cumbre. Brooke, como jefe del Estado Mayor General del Imperio, no sólo era responsable de dirigir a Gran Bretaña en la guerra, sino también del enlace con los jefes del Estado Mayor de EE UU a través del Comité de Jefes del Estado Mayor conjunto. En palabras de Ismay, ese papel no fue satisfactorio de entrada:
«Al principio, a los estadounidenses no les gustaba Brooke por su enfoque directo y positivo de los problemas comunes y por su desdén hacia los militares ‘‘teóricos’’, que no lograba ocultar. Hablaba rápido y con brusquedad, como una ametralladora, y no le entendían. Con el tiempo acabaron por confiar plenamente en él y por reconocer el absoluto maestro de su profesión que es. [...] Era sincero hasta llegar a la brutalidad. No se guardaba nada, no se andaba con sutilezas, ni con engaños. A veces llegaba a ser muy testarudo. Era un cascarrabias sin paciencia, con mal pronto... todo un celta; pero en el fondo teníaun gran corazón y, por lo tanto, sufría enormes remordimientos a causa de sus palabras precipitadas».
Portal también era de la opinión de que Brooke «intimidaba» a los jefes del EstadoMayor de EE UU, y los comandantes militares estadounidenses de más alto rango, como el general Marshall, no llegaron a trabar una relación de amistad con él hasta el final de la guerra. Esto fue una suerte, porque Brooke se veía obligado a pasar largos periodos con los jefes estadounidenses (se calcula que mientras ocupó el cargo de jefe del Estado Mayor General del Imperio pasó dos años y medio fuera de Londres). De Brooke también podía esperarse que opinara sin ambages sobre las sugerencias de Churchill, y un plan para el uso de la fuerza militar contra una Unión Soviética renaciente no se habría librado de un exhaustivo escrutinio por su parte.
Churchill deseaba que sus jefes le proporcionasen un plan de contingencia. Les repetía su profunda preocupación por que la Unión Soviética hubiera renegado del acuerdo de Yalta y Stalin hubiera cerrado un puño de hierro alrededor de Polonia, un país con el que Gran Bretaña había contraído la responsabilidad de conferirle alguna clase de democracia. La tensión se había incrementado cuando, el 11 de abril, el Gobierno británico recibió la noticia de que, supuestamente, Andrzej Witos, un «moderado» y antiguo miembro del comité de Lublin, había sido arrestado por la policía secreta en su propia casa de Cracovia. La noticia de que el grupo de dirigentes clandestinos polacos que se había reunido con miembros del Ejército Rojo se encontraba desaparecido desde entonces volvió a poner las espadas en alto. Es más, parecía más que probable que Stalin intentase ampliar su territorio e influencia en Europa del Este. Las órdenes iniciales de Churchill a sus jefes del Estado Mayor eran evaluar la «capacidad potencial de Gran Bretaña para ejercer presión sobre Rusia mediante la amenaza o el uso de la fuerza». Debían calcular las posibilidades de éxito de un ataque preventivo dirigido por fuerzas británicas y estadounidenses contra la Unión Soviética dos meses después de la rendición de Alemania. El objeto de dicho ataque sería imponer a Stalin «la voluntad» de estos dos antiguos aliados recuperando, en primer lugar, el territorio polaco y luego penetrando en la Unión Soviética. Si el Ejército Rojo era derrotado, serían las potencias occidentales las que dictasen el mapa de la Europa de posguerra.
El asunto era muy sensible y alto secreto. El plan solo lo conocerían los jefes del Estado Mayor y sus subordinados inmediatos. Ellos se encargarían de reunir una serie de supuestos y de parámetros, mientras que los detalles y la investigación para el plan quedarían en manos del Comité de Planificación Conjunta, un reducido grupo de oficiales superiores que ya desempeñaban de manera independiente la función de directores de Planes para los tres servicios. Las órdenes normales del Comité de Planificación Conjunta consistían en elaborar planes y contingencias que contemplasen cualquier eventualidad, por muy improbable que fuera. Los jefes del Estado Mayor estarían incumpliendo su deber si no dispusiesen de respuestas para toda clase de supuestos, sin importar lo inverosímiles que pudieran parecer, aunque a veces el tiempo que se les otorgaba para presentar esos planes podía ser cortísimo. El director de Espionaje, el teniente general Francis Davidson, recordaba que en una ocasión se le pidió que reaccionase al avance alemán hacia el Mediterráneo:
«El director de Planes me llamó a las 12:45 y me informó de que tenía que reunirme con el jefe del Estado Mayor a las 17:30 de aquel mismo día y presentarle una apreciación de las rutas y los tiempos, además de los planes alemanes hasta llegar a Atenas y Salónica! [...] Los jefes del Estado Mayor me habían ‘‘pasado la pelota’’ de preparar una respuesta en unas cinco horas.»
Afortunadamente, la mayoría de los planificadores tenían el lujo de disponer de algo más de tiempo que Davidson, pero la petición era asombrosa; en la primavera de 1945, el Comité de Planificación Conjunta estaba desbordado con solicitudes de informes sobre posibles operaciones militares en Birmania y Borneo, además de planes para la Europa de posguerra. Las oficinas del Comité de Planificación Conjunta vomitaban informes sobre la entrada en la guerra de Turquía y Egipto, análisis del personal, del envío de cargamentos, de la producción de aviones, e interminables informes sobre los planes de asalto a las islas principales de Japón. Uno de esos informes, con fecha del 12 de abril, pretendía determinar qué día terminaría la guerra, y por aquel entonces se hablaba mucho de que en Baviera resistiría un reducto nazi, y también se esperaba que la resistencia alemana en Noruega fuese tenaz. Resulta interesante que los planificadores creyesen que no se alcanzaría una rendición viable alemana hasta finales de junio, por lo que cualquier plan de una ofensiva contra los soviéticos solo se podría llevar a cabo a partir de esa fecha. Por supuesto, esta profusión de planes no implicaba que tales aventuras militares llegasen a formar parte de la política del Gobierno.
Es sorprendente que, pese a que el Comité de Planificación Conjunta tenía que preparar planes para acontecimientos de impacto mundial, estuviese compuesto por oficiales subalternos, aunque todos ellos eran hombres con buenos pedigríes en el campo de la planificación. El teniente coronel George Mallaby era el secretario del Comité de Planificación Conjunta, que estaba integrado por el capitán Guy Grantham (director de Planes del Almirantazgo), el brigadier Geoffrey Thompson (director de Planes del Ministerio de Guerra) y el comodoro del aire Walter Lloyd Dawson (director de Planes del Estado Mayor del Aire).Todos ellos tenían que confeccionar un plan que presentase supuestos incuestionables y respaldarlo con apéndices detallados, y mapas de los despliegues y de las líneas de ataque. El Comité de Planificación Conjunta consultaba con asesores de los departamentos de servicio del gobierno, como el Ministerio de Asuntos Exteriores, el Ministerio del Interior y los departamentos de Transportes y Suministros para trazar la mayoría de los planes, pero en el caso de este plan de alto secreto no se contó con el consejo de ninguno de estos asesores.
Según Sir Ian Jacob, subsecretario militar del Gabinete de Guerra, Churchill no disponía de mucho tiempo para el Comité de Planificación Conjunta y nunca había valorado demasiado su trabajo. Jacob recordaba que, en una ocasión, Churchill había descrito a los planificadores como «la maquinaria de la negación», aunque probablemente fuese porque sus órdenes eran analizar todos los problemas y el primer ministro lo percibía como un «obstáculo». Los integrantes del comité eran personas muy competentes, aunque es verdad que la planificación estratégica de posguerra no se encontraba entre los puntos fuertes de Reino Unido, debido a los trastornos que ocasionaban las rivalidades entre departamentos.
Los planes de guerra encargados por los jefes del Estado Mayor, en concreto, eran siempre desarrollados por el Comité de Planificación Conjunta designado por ellos mismos, pero existían otros departamentos y comités encargados de la elaboración de planes de contingencia. Por ejemplo, en 1942 se estableció por primera vez un Subcomité Militar para diseñar planes de contingencia militar. Este organismo se transformó en 1944 en el Comité de Planificación Posthostilidades, que ligaba los planes militares a las «funciones básicas » del Ministerio de Asuntos Exteriores. Sin embargo, siempre existieron fricciones entre el MAE y el ejército por sus puntos de vista enfrentados sobre el futuro papel de la Unión Soviética. El MAE abogaba firmemente por una línea de actuación amistosa con los soviéticos, y su subsecretario adjunto de Estado, Sir Orme Sargent, advertía que «el hecho de que llegara a oídos del Kremlin que Reino Unido estaba considerando entrar en guerra contra la URSS era la manera más segura de hacerla estallar». Algunos elementos internos de las Fuerzas Armadas adoptaban una línea más firme contra la Unión Soviética, pero se podía confiar en la objetividad de los planificadores conjuntos a la hora de ejecutar sus órdenes.A finales de abril y principios de mayo estuvieron trabajando en uno de los proyectos más cruciales de sus carreras. Un plan que habría culminado en una tercera guerra mundial les tenía reservadas muchas sorpresas.
Una hoja de papel y un lápiz azul
Según relataría en sus memorias Churchill, él y Josef Stalin mantuvieron una reunión en octubre de 1944. La intención de ambos era delimitar sus líneas de influencia sobre ciertos países de Europa, que eran Rumanía, Grecia, Yugoslavia, Hungría y Bulgaria. El político inglés sugirió que la URSS debía tener el 90% de influencia sobre Rumanía y un 75% sobre Bulgaria. Mientras, a Reino Unido le correspondería un 90% en Grecia. Ambos se dividirían a partes iguales Hungría y Yugoslavia. Churchill lo escribió en un papel que pasó a Stalin (en la imagen superior) en el que se reseñaban estos porcentajes. Stalin vio las anotaciones y escuchó la traducción al ruso de los mensajes. Hizo una breve pausa y acto seguido tomó un lápiz azul e hizo una marca en la hoja. De nuevo la devolvió al inglés. El movimiento resultó rápido y el lapicero que había hecho historia quedó situado en el centro de la mesa.
«Operación ‘‘Impensable’’»
Jonathan Walker
Crítica
280 págs., 21,90 euros,
(e-book, 12,99)