Rodaje

Cine quinqui para limpiar la calle

Para terminar de grabar «Criando ratas», su director tuvo que esperar a que el protagonista saliera de la cárcel durante el rodaje. Hoy se presenta en La Casa Encendida esta historia hiperrealista que se proyectará en centros penitenciarios con un objetivo social.

«TRAJINES»Una imagen de la película, que muestra a tres generaciones de «quinquis» tratando de sobrevivir
«TRAJINES»Una imagen de la película, que muestra a tres generaciones de «quinquis» tratando de sobrevivirlarazon

Para terminar de grabar «Criando ratas», su director tuvo que esperar a que el protagonista saliera de la cárcel durante el rodaje. Hoy se presenta en La Casa Encendida esta historia hiperrealista que se proyectará en centros penitenciarios con un objetivo social.

A veces, la cultura popular demuestra el poder que tienen más allá del efecto que causa en sus receptores. A veces es revolucionaria para los que participan de su producción. Ese ha sido el caso de «Criando ratas», una película independiente de bajo (o ningún) presupuesto que ha cumplido buena parte de sus objetivos antes de terminarse. Una historia nacida de la fascinación de su director, Carlos Salado, por el cine «quinqui» de los ochenta y con pureza de intenciones. «Ninguna otra más que la de plasmar la realidad de lo que está pasando en mi ciudad, que es Alicante, y en muchas otras, aunque parezca que eso no existe». La cinta se presenta hoy en la Casa Encendida de Madrid durante un coloquio con muchos otros devotos del cine de Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma. Y también estará su carismático protagonista, Ramón Guerrero, «El cristo», a quien esta historia cambió la vida. «La película no se estrenará en salas. Pero tengo varios centros penitenciarios ya donde voy a proyectarla, porque creo que puede ayudar a la labor de los educadores sociales. También se verá en internet, gratis, porque es el arma más poderosa para que la pueda consumir un chiquillo de un barrio de Barcelona o de Albacete», explica Salado.

Carisma callejero

La intrahistoria de la cinta es la que la hace poderosa. «Tengo 30 años y la empecé con 24. En este tiempo me han ocurrido algunas de las experiencias más fuertes de mi vida. Nunca me lo podría haber imaginado», dice Carlos Salado sobre un proyecto que empezó como un ejercicio de insensatez. «Hice varios cortos de temática de delincuencia porque estoy fascinado por ese cine. Pero no conseguía los resultados que buscaba, hasta que decidí hacer cine hiperrealista, con cámara en mano y con los chicos de la calle. Claro, enseguida todos los equipos técnicos que tenía me iban abandonando. Les gustaba la idea, pero les parecía una locura y tenían razón, porque empezábamos a rodar con un actor para un personaje y de repente nos dejaba tirados. Desaparecía o le metían preso. Así durante seis años, cambiando escenas y el guión cada dos por tres. Y todo con la única inversión de dos cámaras digitales Z-1 –que se quedaron obsoletas– y un micrófono», explica.

En la historia, varias generaciones de quinquis sobreviven en los suburbios de una ciudad que adivinamos levantina por el acento, pero poco más. «Es una historia de cualquier ciudad. Lo que pasa es que Alicante es muy pequeña y cualquiera que haya salido cuando tiene 15 años o que haya callejeado un poco se encuentra con todo tipo de personas. En un parque y en todas partes. Y en mi caso yo conocía al protagonista desde que tenía 12 años. Siempre me fascinó por su carisma, una persona con un talento innato para atraer la atención. Al resto de chiquillos me los fueron presentando y les fui haciendo pruebas, pero Ramón iba a ser el núcleo de la historia», dice Salado. Casi todos con antecedentes. «Sí, el que no es por robo, es por drogas, o por tener un accidente huyendo de la Policía. Es un milagro que saliera esto adelante, porque a mitad de la historia metieron preso a Ramón».

«Cristo», como se llama en la película, es un superviviente y debe pagar una deuda. Y la historia es una carrera contra reloj para saldarla, apostando todo a sacar dinero de cualquier lado. Sin él, sencillamente, no hay película. «Pues un día me llamó desde prisión para pedirme que fuera a verle. Y me dijo que si yo quería, que cambiase de actor. Pero no podía hacer eso, la película es él, así que estuve un año entero yendo a visitarle a la cárcel. Con mi novia, su madre y su mujer. Hablábamos a través del cristal una vez a la semana, porque era muy importante mantenerle motivado, que supiera que le estábamos esperando», cuenta el director.

Guerrero escuchó lo que le decían. Se apuntó a un módulo de reinserción para aprender un oficio, abandonó los porros y ganó casi veinte kilos. Dejó de hacer tonterías y obtuvo un permiso por buen comportamiento. «El permiso entero lo dedicamos a rodar. Cuatro días que tenía de libertad en eso», cuenta Salado, que explica que Guerrero ya está en libertad y que ha dejado también los otros «trajines» a los que se dedicaba. «Creo que es la primera persona a la que veo que le sienta bien la cárcel. También pienso que la cinta le ha ayudado mucho, porque ahora solo piensa en el cine, me pide que le recomiende películas. Pienso que es un enorme actor y que se merece una oportunidad, ojalá tenga suerte», dice Salado, que no obtendrá un euro de esta película y que se dedica a la publicidad para ganarse la vida. «Para mí ha sido una experiencia vital increíble. tenemos una sensación de respeto mutuo y de cariño verdadero. Hemos vivido cosas tremendas». No hay una moraleja, ni un mensaje social: «Eloy de la Iglesia y De la Loma eran victimistas, en el sentido que defendían que la élite social era la culpable y que los delincuentes no. Yo no me he mojado en eso, sólo expreso una problemática en la que intervengo lo menos posible. Ni siquiera había diálogos en el guión, sino un mensaje de lo que tenían que decir, pero las palabras las escojen ellos, utilizan las expresiones con las que se sienten más cómodos. Lo que sí quería reflejar son al menos tres generaciones distintas de gente de la calle, dando a entender que hay una pirámide de la que participan niños como ‘‘el Pistolica’’ que no es más que un crío pero ya se da cuenta de lo que pasa. Y luego están los búlgaros y los rumanos, que se mueven en una mafia y que son más peligrosos. Siempre hay males peores», subraya el director, que desmonta el tópico. «Me costó mucho encontrar búlgaros con pinta de delincuentes, tuve que ir hasta Valencia. En Alicante los hay, son porteros de discoteca, pero no me daban el perfil de malos. Incluso me ayudaron, me prestaron algunos coches de gama alta», reconoce Salado, que ignora el presupuesto de su historia. «Pagué las cámaras. ¿Lo demás? Bocadillos, hoy los hago yo, mañana la madre de alguien. Y cuando rodábamos en uno de estos barrios alguien nos daba de comer. Y con cara dura, echándole morro, nos dejaban rodar en un bar, por ejemplo. Explicábamos que era un proyecto social, para ayudar a gente. Y te ayudan, arriman el hombro». Aunque se desarrolla en la zona más deprimida de la capital alicantina, barrios como Colonia Requena, las Mil Viviendas, o el barrio de José Antonio, al norte de la ciudad.

Hay grandes hallazgos entre las interpretaciones, como la de Mauri, un chaval «humilde y bueno» que tiene alguna secuencia gloriosa. «Le dí un cartel y una misión. Tenía que pedir para conseguir 20 euros y poder irse con una prostituta. Le dije, haz lo que quieras. Y lo que se ve es el resultado, pero yo no le dirigí». Hoy se proyecta en La Casa Encendida de Madrid como parte del final de un viaje épico. «Casi pierdo la esperanza. Quería que se valorase el proceso y el esfuerzo de personas que no son profesionales pero que lo han puesto todo. Lo que más me importa es que se note el sacrificio y no sé si eso se va a apreciar. ¿Que cómo estoy? Cansadito, muy cansado», dice el director. Pero una misión ya está cumplida. «Sí, la de Ramón. Está fascinado con el cine y yo también con haberle llegado a conocer. Espero que tenga una oportunidad de demostrar lo que vale».