«El bar»: es peligroso ir de cañas con De la Iglesia
El director presenta en el Festival un «thriller» coral irreprochable desde el punto de vista técnico, pero cojo en el perfil de los personajes.
El director presenta en el Festival un «thriller» coral irreprochable desde el punto de vista técnico, pero cojo en el perfil de los personajes.
«El bar», ese sustantivo tan cotidiano, es un título que induce a la inquietud, sobre todo si has visto muchos episodios de «La dimensión desconocida» o, en su defecto, te sabes de memoria «La cabina» de Antonio Mercero. Álex de la Iglesia, que presentó la película fuera de concurso, debía de tener en mente esos referentes cuando escribió, junto a su coguionista y amigo de la infancia Jorge Guerricaechevarría, este cuento apocalíptico, que enfrenta a un grupo heterogéneo de personas con el miedo a quedar atrapadas en un espacio cerrado, con el exterior entendido como fuera de campo amenazante.
El planteamiento es atractivísimo. Entras en un bar, cerca del madrileño mercado de los Mostenses, te pides un café, huele a fritanga, se cuela un tipo tosiendo y se mete en el baño, sale un cliente y le pegan un tiro. Sale otro y lo mismo. La policía llega pero no para evacuar el local. Recuerden la escena del restaurante de «Los pájaros», mézclenla con unas gotas de «El ángel exterminador», «Diez negritos», «La niebla de Stephen King» y «[Rec]» y se harán una idea de lo que les espera a estos personajes, que, en otro universo, podrían protagonizar una comedia costumbrista. «Un bar es un “imago mundi”. Una reproducción exacta de un macrocosmos», cuenta De La Iglesia. «En un bar puede haber un asesino, un director de banco, una persona que cambiaría tu vida para siempre. Lo más terrible es encontrarse contigo mismo, con quien eres tú, con tus defectos. O no encontrarse con nadie, que es aún peor. Un bar es como un choque de meteoritos. O un choque con la nada». Y, contundente, remata: «Un bar es la vida».
De la Iglesia es especialmente hábil a la hora de coordinar una película coral, de repartir la atención de la cámara entre un estupendo plantel de actores, entre los que destacan Blanca Suárez, Carmen Machi, Mario Casas, Terele Pávez y Secun de la Rosa. La experiencia es un plus: de «La comunidad» a «Mi gran noche», su cine disfruta haciendo que el encuadre rebose de personajes. «¿Cómo se puede resolver una película de estas características en un espacio cerrado?», se pregunta el cineasta vasco. «Un actor es un tío que mira a derecha e izquierda. En un plano general las miradas se pierden. Si un actor llena el encuadre, el director tiene que conseguir que todos se miren mutuamente para que su presencia no se diluya, y entonces recurres a trucos, a posiciones de cámara, a colores, que te lo faciliten». El problema es que ese exceso de energía, recluida en un callejón sin salida, conduce a la combustión espontánea. Es lo que le ocurre a «El bar», irreprochable desde un punto de vista técnico, pero, ¿y los personajes? ¿Qué ocurre con ellos cuando el relato los empuja a sacar lo peor de sí mismos? «Tengo una visión bastante negativa de la condición humana», admite De la Iglesia. «La vida es un intento constante por no reflejar quiénes somos. Y el miedo te descubre quién eres realmente».
Conciencia misantrópica
Da la impresión de que el filme se estanca en esa misantropía, de la que el director de «Perdita Durango» es plenamente consciente. «Soy superdarwiniano. Se salva la gente que no responde. El valiente, el arriesgado, el honesto consigo mismo, no se salva nunca. La película es un reflejo del mundo en el que vivimos, y que de valientes está el cementerio lleno». En cuanto baja a los subterráneos del bar, en un progresivo descenso a la mezquindad humana, la lucha por la supervivencia de los que aún respiran se da de bruces con la falta de anclajes del espectador. El ruido y la furia saturan el plano, la respiración es fatigosa y no hay nadie a quien mirar cara a cara.
Es inevitable ver en la hostilidad del enfoque de De la Iglesia, en su indignación post-milenarista, el esbozo incendiado de un estado de las cosas, como ya ocurría en «Balada triste de trompeta»: «Al escribir, mi intención nunca es política. Luego me doy cuenta de esa lectura cuando veo mis películas. Lo cierto es que vivimos encerrados en una especie de agujero del pensamiento. ¿Y quién sobrevive? El que engaña mejor. La honestidad no es un filtro para salvarse». De la Iglesia podría hablar de España, del Brexit o de Trump, así de polisémicas son las conclusiones de «El bar». «Winterbottom me dijo que hacía cine para enfrentarse con sus problemas. Yo hago lo contrario, porque me asustan. El cine es una vía de escape. Estamos aterrorizados ante la realidad. Antes existía el amparo religioso, que podía garantizar la legitimidad de un comportamiento, o el amparo de un discurso ideológico, que también ha desaparecido ante la confusión general». ¿Y qué nos queda, pues? «La supervivencia, el sálvese quien pueda».