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«El antipríncipe» quiere el poder

Mario Garcés evoca, con humor y sarcasmo, a Maquiavelo para describir en su nuevo libro las prácticas gubernamentales a las que obliga la realidad actual
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Mario Garcés evoca, con humor y sarcasmo, a Maquiavelo para describir en su nuevo libro las prácticas gubernamentales a las que obliga la realidad actual.
Maquiavelo está de actualidad. El pensador florentino estaba preocupado por las causas del auge y decadencia de los estados, y los medios por los que el estadista, El príncipe, podía conservar y aumentar su poder. Aquel italiano vio como nadie en su época la crisis de sus instituciones anticuadas, la mediocridad de los personajes y la evolución política que estaba tomando Europa. Entendió enseguida, como buen estudioso de la república romana, que la corrupción moral y política eran compañeras de la decadencia estatal. Esa era la realidad, y sobre ella había que filosofar. Maquiavelo fue así el padre del realismo político, volcado en su obra «El príncipe», dejando para sus «Discursos sobre la primera década de Tito Livio» (ambas publicadas tras la muerte de su autor) su preferencia por un gobierno popular, una forma que sabía impracticable en la Italia de su tiempo.
La nueva realidad, cruzada de crisis con horizonte de quiebra, obligaba a revisar las reglas de la diplomacia, del juego político. Maquiavelo, un genio, escribió entonces sobre los mecanismos para fortalecer «Lo Stato», las maneras de aumentar el poder y los errores que llevaban a perderlo.
Mario Garcés, en su obra «El Antipríncipe. Tratado sobre el arte del mal (o buen) gobierno» (Editorial Reino de Cordelia, 2017), evoca a Maquiavelo para describir las prácticas gubernamentales a las que obliga la realidad actual, el paisaje cambiante, y, de paso, aconsejar al Antipríncipe cómo aumentar su poder en tal situación. El teatro sobre el que Garcés hace actuar a su antiestadista es el de una grave crisis política e institucional, con políticos mediocres, en medio de una evolución inquietante.
Prudencia obligada
El tratado, escrito con el sarcasmo y el humor que aconsejan la prudencia obligada de un subsecretario de Estado, aborda con enorme solvencia los escenarios, principios, sentimientos, dialéctica y trampas que deben adornar al antiestadista si quiere sobrevivir. A tal objeto, el autor toma cuarenta refranes, magníficamente ilustrados por Javier Montesol. Las indicaciones de Garcés son enjundiosas. En la época del Antipríncipe, dice, el poder se debe compartir, negociar, o ceder, justo cuando el bipartidismo aparenta morir y la nueva política –ay, Gramsci– no acaba de nacer, pero impone. La negociación siempre versa sobre lo mismo: quién tiene el poder. Por eso es preciso tener a mano «tránsfugas»; esto es, gente electa a la que «convencer» con prebendas, dinero o cargos de que el gobierno del Antipríncipe es el mejor posible. Esto permitirá al antiestadista mostrarse soberbio y altanero, capaz de concitar ayudas sin solicitarlas probando su presunta superioridad moral e intelectual. Porque el poder es autosuficiente, o no es poder.
Ahora bien, la acción política comporta riesgos –como responder a la amenaza de golpe de Estado en Cataluña–. Un buen Antipríncipe, escribe Garcés, es un buen administrador de tiempos: «De no hacer nada –dice el autor–, nadie ha sido removido como Antipríncipe» (página 55). Pero ahí el autor confunde la inacción con la buena gestión de los tiempos, porque la espera es una acción en espera de otra, y tiene sus riesgos. Curzio Malaparte relataba cómo la gestión de los tiempos –espera incluida– llevó a Stalin a parar el intento de golpe de Estado que planeaba Trotsky. Es cierto que se trata de otra época y de otro lugar, pero la naturaleza humana, como escribió Maquiavelo, siempre es la misma.
El Antipríncipe de estas democracias sentimentales e infantilizadas, continua Garcés, debe ser gregario, buscar la empatía y la lealtad ciega, concitar tanto amor como temor, hablar poco pero bien, con palabras sencillas, positivas y precisas. Todo es un combate político. Nada ha de dejarse a la improvisación. El Antipríncipe no debe cuidarse de aduladores y arribistas, sino utilizarlos, siendo consciente de que son sustituibles. Por eso debe nombrar a ministros peores que él, a los que pueda usar para atribuirse sus triunfos o culparlos de los errores. En este sentido, dice Garcés, las leyes de su antiestadista son para gobernar, no para hacer justicia o implantar una moral. El Antipríncipe debe prometer lo que sea y culpar a otros de su incumplimiento. Pero no debe preocuparse porque «la desilusión a todos nos nivela por abajo» (página 193).
El antiestadista de Garcés tiene que gastar para que el súbdito esté contento y agradecido, desentenderse del debate educativo porque la educación se recibe en casa, y controlar a los virreyes del territorio con los presupuestos. A todo Antipríncipe, concluye Garcés, le llega su jubilación porque «ha hecho méritos». El antiestadista sensato designa un sucesor que sea un «joven adaptado a los cánones de belleza» sin atender a si tiene «capacidad intelectual o aptitud para el buen gobierno» (página 291). Como escribe Benigno Pendás en el buen prólogo al libro: habrá lectores sagaces que sepan identificar a los personajes, pero que no se esfuercen mucho: todo es humor político, cínico y corrosivo.