Historia

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Javier Solís, el último descendiente del capitán del «San José»

Javier Solís posa paraLA RAZÓN en el Archivo de Indias, en el que se conservan documentos del galeón
Javier Solís posa paraLA RAZÓN en el Archivo de Indias, en el que se conservan documentos del galeónlarazon

Aun siendo una tierra desde donde tan vivamente ha brotado la narración, Colombia acaba de anunciar la muerte del cuento. El del galeón «San José» es un relato de tres siglos de antigüedad que descansa sobre la sumergida plataforma continental colombiana. Su interior, se ha dicho de bocas a oídos y transmitido de generación en generación, guarda el más grande tesoro imaginado por un mortal: toneladas de oro y de plata con un valor de unos 10.000 millones de euros, según estimaciones más fantasiosas que optimistas. Sobre la verosimilitud de estas fábulas canturreadas en la región antillana, glosadas a su modo por Gabriel García Márquez en «El amor en los tiempos de cólera», cabe decir que ya se han atravesado los primeros enunciados, pasando del «mythos» al «logos».

El Gobierno colombiano reclama el pecio para sí. España pide información precisa sobre su paradero. Y los cazarrecompensas, actores de truculento guión en estas historias, están sentados sobre la bahía, soñando con nubes con forma de lingotes a lo ancho del cielo caribeño.

Soldado a bordo

Los anhelos de Javier Solís, que afirma encontrarse «ilusionado» con el anunciado hallazgo del «San José», están conducidos por reclamos de distinto orden. «En la familia conocíamos poco de nuestro antepasado José Fernández de Santillán. Era una pena. Me puse a investigar. Personalmente tenía una deuda con el primer conde de Casa Alegre», explica el undécimo conde de Casa Alegre, cuyo linaje se dice que llegó a Sevilla junto a Fernando III, con las tropas castellanas que la reconquistaron en 1248. En el repartimiento de la taifa sevillana, le correspondió a este menestral del rey santo un olivar en la comarca del Aljarafe, donde aún se conserva la «casa alegre» que da nombre al título nobiliario.

Nacido en la céntrica calle Cuna y bautizado en la parroquia del Salvador, el primer conde de Casa Alegre se hundió en el interior del galeón, contando entre los casi 600 tripulantes y pasajeros que desaparecieron del horizonte costero en un santiamén. Poco más se sabía de él. Alrededor de su figura se conserva aún el misterio. «Un soldado más que marinero», a decir de su descendiente, capitaneando con 71 años el transporte a España del metal de las Indias que le habría de servir a Felipe V para sufragar la Guerra de Sucesión.

Una cápsula del tiempo

«Ese pecio podría ser una cápsula del tiempo. Es uno de los mayores misterios de los últimos 300 años, en términos históricos y arqueológicos. Es como si alguien se encontrara hoy la tumba intacta de Tutankamón», señala Solís, economista de carrera e historiador de vocación. Sobre números y relatos conoce Solís sin necesidad de melindres metadiscursivos.

«Quizá había seis millones de pesos en el galeón. Es una posibilidad, pero puramente especulativa. Parece que fueron 20 toneladas de plata y seis o siete de oro. Eso es mucho, pero no son los 10.000 millones de los que se habla», declara un Solís que en los últimos años ha visitado tanto el Archivo de Indias que debe adivinar incluso el rostro de los cazatesoros que brujulean el recinto, aquéllos que rastrean el metal en el legajo, como quien peina la orilla en las playas con un radar, pero a lo grande y con guantes. «Lo que podría ser una oportunidad para que el patrimonio se divulgara, se convierte en la destrucción de ese patrimonio».

Como sucede en los más diestros cuentos, la certeza debe a menudo aparecer como improbable. Es lo que ocurre con el tesoro del «San José», tan hondamente sumergido como investigado. «La supuesta distribución del tesoro es que iba mitad y mitad en los dos buques principales de aquella misión, el ‘‘San José’’ y el ‘‘San Joaquín’’, construidos juntos en los astilleros guipuzcoanos».

«La carga que sí llegó a España, escoltada por una flotilla francesa, debió de ser la mitad de la que se hundió. Y lo que llega, cinco años después del hundimiento del ‘‘San José’’, no se parecía en nada a los millones de los que se hablaba», considera un Solís que publicó hace cinco años, junto a la historiadora Genoveva Enríquez, el resultado de una exhaustiva investigación sobre el galeón, las circunstancias de su hundimiento y, cómo no, acerca de la inefable figura de su antecesor, el primer conde de Casa Alegre, muerto septuagenario en batalla, sin descendencia, al mando de una tarea de Estado de primera magnitud.

Batalla de Barú

El escenario del hundimiento del «San José» es la conocida Batalla de Barú. La Guerra de Sucesión se desarrollaba en Europa y América. La flota española fue víctima del clásico acecho inglés. Una flotilla inglesa de navíos de línea, conocedores de la operación de los Borbones, trata de impedir que el tesoro que ha de servir para oxigenar la gastosa Hacienda imperial regrese a la metrópoli. Charles Wager, comodoro de la Armada inglesa, aguarda la partida del «San José», de la flota y de la carga.

«La misión sufre todo tipo de retrasos, fruto de incontables incidencias relacionadas, sobre todo, con el periodo bélico», indica. «Finalmente la Flota de Tierra Firme zarpa desde Cádiz en dirección a Cartagena. Al conde de Casa Alegre, al frente de la flota, y a la expedición de nobles, terratenientes y comerciantes de Perú los esperan en la Feria de Portobelo (Panamá), la mayor del momento».

w Parada técnica

Terminado el comercio, cargados desde Panamá, y preparados para volver a España, el conde sevillano decide pasar por Cartagena para reparar los múltiples desperfectos del «San José», repleto de tesoros, cañones y, cosas del infortunio, de una alta cantidad de pasajeros civiles. «El ‘‘San José’’ termina por ser una mezcla de buque de carga y buque de guerra, de modo que acabó por no ser nada», estima el investigador sobre una de las claves del naufragio.

El rey apremiaba la vuelta de la flota con los metales. Los ingleses, también. Hay discusiones acerca de si volver o no a Cartagena. En una reunión, tras cientos de dimes y diretes, el anciano capitán general, «un hombre de carácter», apunta Solís, resuelve con donaire para cumplir la orden real: «La mar es ancha y diversos sus rumbos». La flota imperial, quizá ajena a lo inmediatamente por venir, parte en efecto hacia Cartagena. Y les hacen un aguardo. «Son tres buques ingleses, modernos, nuevos, maniobreros, mejor armados, con el factor sorpresa de su lado y el viento a favor. El ‘‘San José’’, liderando la estrategia de defensa, es hundido a cañonazos en apenas 20 millas náuticas del puerto de Cartagena». Y ahí, bajo el agua, quedó para siempre la tumba del primer conde de Casa Alegre.

Otros buques que formaban parte de la flota, en cambio, pudieron eludir el ataque inglés y sí alcanzaron tierra firme. Gobernadores de las Indias, funcionarios, militares y diplomáticos discuten en busca de responsabilidades, oyéndose por doquier los gritos, con la nitidez de los cañonazos que hundían el «San José» unas tardes antes. Sobre el capitán difunto recae una gran porción de la responsabilidad. «Imagino que con 71 años iría ya pensando que o volvía en aquel momento o no volvería jamás. Eso pudo intuir también», divaga Solís antes de anotar «los cinco o siete viajes, siempre impar porque no volvió», en total, de su pariente lejano a las Indias.

Sin descendencia

Casado y sin descendencia, a José Fernández de Santillán, hermano menor del primer marqués de la Motilla, le es concedido el condado de Casa Alegre merced a su protagonismo en la Batalla de Cádiz de 1702. A bordo del «San José» defiende el puerto gaditano del asedio anglo-holandés, aliados del Archiduque Carlos de Austria. El título de «héroe de Matagorda», previa victoria de «300 españoles contra 14.000 aliados», se transfiere a título nobiliario, publicado en un Real Decreto de 1704. 67 años tenía aquel primer conde de Casa Alegre, nombre originario de la hacienda familiar que aún permanece en pie. Allí, si lo hubiera deseado, pudo haber envejecido viendo crecer la hierba y brotar el cereal, sin embargo, quién sabe, pesaron más el soldado y la soldada, que no son otra cosa que los rumbos de ese ancho mar.