Historia
Los hoplitas y el derecho a llevar armas de bronce
La matanza de 26 fieles en una iglesia de Sutherland Springs (Texas) días atrás devuelve a la actualidad el eterno y controvertido debate sobre la tenencia de armas. Una polémica cuyos orígenes se sustentan en los pilares de la democracia griega, donde existía una clase de soldados-ciudadanos que podían portarlas y combatir con ellas.
La matanza de 26 fieles en una iglesia de Sutherland Springs (Texas) días atrás devuelve a la actualidad el eterno y controvertido debate sobre la tenencia de armas. Una polémica cuyos orígenes se sustentan en los pilares de la democracia griega, donde existía una clase de soldados-ciudadanos que podían portarlas y combatir con ellas.
iendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido». Así rezaba la Segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que se aprobó el 15 de diciembre de 1791. Más allá de la polémica moderna sobre el abuso de la tenencia de armas en este país, me interesa constatar los orígenes históricos de este derecho y obligación, que está relacionado en su base con la misma esencia de la democracia. Si en la revolución norteamericana, en el alba de las democracias modernas, se da este vínculo entre los ciudadanos libres e iguales que se asocian –armados individualmente– para la defensa de sus intereses comunes y del bien de la comunidad política, la idea del ciudadano en armas se gesta en la Grecia antigua, en la democracia ateniense. Entonces la ciudadanía estaba íntimamente ligada a los aspectos militares que obligaban a cada ciudadano a una prestación no solo política sino también militar que se resumía en la obligatoriedad y el derecho a la vez de adquirir armas y usarlas para defender al estado. La llamada revolución hoplítica, que cambia la manera de entender la guerra y la ciudadanía en el mundo griego, es, curiosamente el lejano origen del controvertido «right to bear arms» estadounidense y uno de los pilares sobre los que, de hecho, se sustentaban las democracias antiguas. No hay que insistir en la inspiración que las democracias modernas tomaron en su génesis revolucionaria –la americana en Grecia y la francesa en Roma– de aquellos regímenes participativos del mundo antiguo, «demokratia» y «res publica», que se basaban fuertemente en la idea del «ciudadano-soldado».
En Grecia, el nacimiento del modo de guerra hoplítico ha sido explicado de forma sugerente por el historiador Victor D. Hanson, cercano al partido demócrata y muy activo también en controversias políticas actuales en EEUU. Hanson explica el surgimiento de una clase de ciudadanos iguales y libres, que explotan su «kleros» o trozo de terreno patrimonial y forman con su «oikos» una nueva idea de colectividad, y la estrecha vinculación del ciudadano-soldado griego con su trozo de tierra, que ilustra el peso de la ciudadanía libre en su lucha por la defensa de su sistema de vida. Una nueva clase de guerra surge a partir de las Guerras Médicas (499-448 a.C.): batallas de gran intensidad y ferocidad, pero muy breves en comparación con los largos duelos aristocráticos anteriores. El combate así es un acto decisivo en lo que Hanson –en la línea del célebre historiador militar británico John Keegan– ha propuesto como el nacimiento «del modo occidental de hacer la guerra». La falange compuesta por ciudadanos libres e iguales es, de nuevo, un destello en el que podemos reconocer el inicio de la tradición occidental de la batalla como choque decisivo en una jornada o unas pocas horas, un duelo de colectividades encarnadas en su ciudadanía en armas. Este choque ha sido estudiado por otros historiadores de la antigüedad como Donald Kagan, que ahora coedita el estupendo libro colectivo «Hombres de bronce» (Desperta Ferro Ediciones), y que es otro intelectual muy activo en política actual ligado a los neoconservadores en EEUU.
Armamento pesado
La formación de la táctica de la falange tendrá lugar desde la constitución definitiva del modo de vida en la polis, que alcanza su punto culminante entre los siglos VI y IV a.C. En ella, los soldados, caracterizados por su armamento pesado, se integraban en un orden de filas de unidades regulares y ordenadas, como en una ciudad. La falange era una formación cerrada, con cuatro a ocho filas, según se encuentra en tratadistas posteriores, que reflejaba en cierto modo el nuevo ideal de la polis. Lejos de las aristías homéricas y de los duelos del pasado aristocrático, los ciudadanos-soldados se apoyaban unos a otros en una formación blindada en la que la protección del flanco de un soldado dependía real pero también simbólicamente de su conciudadano en armas.
Las armas y formación condicionaban la manera de luchar, siempre de frente y plantando los pies para resistir los empujes enemigos, en una táctica de ganar terreno mediante el choque frontal con las unidades enemigas. La clave del éxito residía en la cohesión de los hoplitas que formaban la falange. El escudo circular y convexo (llamado «hoplon»), contaba con unos 90 centímetros de diámetro y estaba fabricado con una estructura de madera cubierta con bronce. En él residía el fundamento de la falange hoplítica, pues estaba dotado de doble empuñadura, para el antebrazo y la mano: una correa para el puño situada en el borde y llamada «antilabé» y también una hebilla de bronce en el centro del escudo («porpax») a través de la cual pasaba el antebrazo. Estos accesorios permitían sujetar los pesados escudos con un solo brazo y reducir el cansancio del soldado, además de procurar mayor posibilidad de movimiento protector en todas las direcciones. Sin embargo, como el escudo cubría un solo flanco, la solidaridad entre hoplitas se reforzaba. Los soldados debían aguantar el violento choque, resistiendo firmemente no solo el empuje que presentaba la colisión con la muralla de escudos del grupo opuesto de soldados, sino también las heridas infligidas por las lanzas enemigas que sobresalían de la otra unidad.
Para el enfrentamiento breve y feroz de las falanges se elegía un lugar llano. Tras el sacrificio inicial, la «sphagia», se producía el encuentro brutal entre los dos ejércitos ciudadanos, animados por gritos de guerra. Ni que decir tiene que, poco después del primer choque, la mortandad en la primera línea era enorme. Cada soldado elegía un blanco con su lanza, intentando introducirla en alguna rendija para causar el mayor daño posible: era un momento de confusión y presión entre las dos masas de hombres contendientes que suponía un ahogo tremendo mientras caían los muertos atravesados por las lanzas. Esto provocaba brechas en la formación, que eran aprovechadas por el rival para el «othismos», un empujón con el escudo para ensanchar la apertura y meterse más en las líneas enemigas. Cuando una de las falange finalmente se rompía se producía la «pararrhexis» o «rotura»: la derrota era entonces inevitable y se producía el pánico y la huida de los perdedores. Los vencedores erigían allí el «tropaion» de la victoria.
El cambio de paradigma político de la ciudad-estado democrática hacía que comprar armas estuviera al alcance ya de cualquier ciudadano de bien, y no solo de los nobles. Todo aquel que fuera ciudadano y pudiera adquirir sus armas hoplíticas podía entrar en combate y realizar hazañas colectivas del mismo nivel que las antiguas de los aristócratas en duelo singular.
Apoyo mutuo
Comprar y mantener el armamento era, pues, derecho y obligación que señalaban al ciudadano. La falange ateniense, basada en el apoyo mutuo y en la confianza de sus miembros, era la pura democracia en armas una infantería pesada de conciudadanos libres e iguales compuesta por la clase media de la ciudad. En el ejército, ciertamente, seguía habiendo clases pudientes, caballeros, y clases populares, que formaban el grueso de la marinería, por ejemplo en la gran flota ateniense. Pero la columna vertebral de la democracia eran estos ciudadanos armados, de clase media, que luchaban en pie de igualdad dotando a la falange de hoplitas de una dimensión moral y política nueva y de duradera influencia.
Ahora estas ideas parecen quizá demasiado antiguas para servir de base a una democracia moderna. Y, sin embargo, la primera constitución de la modernidad, la de EEUU, se basa precisamente, como uno de sus pilares simbólicos, en esta comunidad de sus ciudadanos armados. Bien es cierto que, en nuestros días, este derecho constitucional ha producido claros problemas sociales y de orden público, pero por alguna razón simbólica, el legislador norteamericano se aferra a la segunda enmienda y se resiste a derogarla. Es el derecho a llevar armas del ciudadano: ya no son, como antes, de bronce pero son aun enormemente representativas de la obligación de todos y cada uno de nosotros de defender nuestra forma de vida y nuestra comunidad política, como ya sabían los primeros ciudadanos de Occidente, de las impugnaciones que puedan surgir dentro o fuera de ella.
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