Río 2016
Ni pizca de nostalgia
Aún recuerdo las lágrimas de Juan Manuel Gozalo cuando narraba la ceremonia de clausura de los Juegos de Pekín. Juanma era pasión en todo lo que hacía; consiguió cuanto se propuso, menos vencer al cáncer. La única batalla perdida, la más trascendental e importante. Su trabajo le entusiasmaba, le colmaba más que a muchos principiantes que quieren comerse el mundo sin salir de un plató, cómplices de las redes sociales, o viceversa, para convertir la anécdota en noticia. Le satisfacía más que a muchos veteranos que terminan renegando de la profesión porque los berridos han ahogado el sigilo con que se gesta la buena información, sin dar pistas al adversario, ese apreciado rival, ahora para demasiados el enemigo. Prueba de la entrega total de Gozalo es que murió casi literalmente con las manos en el micrófono de «Radio Marca», su postrero viaje por las ondas. Hizo programa hasta el último aliento de su vida. Y lloró, sí, lloró cuando el telón descendió sobre «El Nido». Siempre le ocurría, contaba. Unos Juegos Olímpicos para el enviado especial son como jugar un Mundial de fútbol y ganarlo. Te sientes Iniesta. Es el colofón. ¿Río también? Por encima de todo, de cualquier apreciación, los deportistas son los Juegos y el resto, «atrezzo». En Río ha habido deportistas y récords. Lo esencial. ¿Lo demás? Para olvidarlo.
Escribir con el ordenador encima de las piernas, en ese autobús que podría competir con los camiones del Jarama, es circunstancial. El tiempo apremia, la diferencia horaria exige diligencia; la rotativa no espera. Los traslados complican cualquier labor. Demasiada distancia, excesivo tráfico, colas enormes, criterios indescriptibles y caprichos inauditos. Ha ocurrido, no es un chiste. Ese conductor que con 30 periodistas a bordo se cree Barrichello y de improviso da un frenazo y para en una gasolinera. El pasaje, medio mareado, atónito: ¿se habrá quedado sin combustible? Abre la puerta, baja y al cabo de diez minutos que se antojan eternidad regresa. «He ido a comprar tabaco», se excusa. Y a fumarse un pitillo, de paso.
Y saben aquel que «diu»... Contrarreloj mirando al mar, pero no es la evocadora canción de Jorge Sepúlveda. La sala de prensa, en el Fuerte de Copacabana. Control exhaustivo para entrar en el circuito; por el paseo marítimo, en el trayecto, hay chiringuitos que venden «cachorros quentes» (perritos calientes), sándwiches, hamburguesas... Una ocasión para cambiar la dieta de los panchitos por el «fast food». Inmediaciones de la sala de prensa. Sólo un arco para detectar armas, explosivos, misiles tierra aire, escopetas de perdigones, sacacorchos, machetes, bolígrafos, cortaúñas y cuchillos de cocina. Más de un centenar de periodistas en la cola. Paciencia. Suerte que hay alimento. Durante la espera, algunos aprovechan para hincar el diente. Llegados hasta la carpa de los policías, que por su celo deberían trabajar con Obama en la Casa Blanca, el registro es a fondo, excesivo incluso. El ordenador pasa aparte en una bandeja. «Pero la comida, no». ¿Cómo? «No se puede pasar comida». Algunos se zampan el «hot dog» en dos bocados y otros, con la hora del cierre soplando en la nuca, arrojan el tentempié a una papelera. Habrá comida dentro. Nada. Las escasas y carísimas vituallas se agotaron una hora antes de la llegada en masa de la Prensa.
Eugenio habría hecho carrera en los Juegos de Río, que todavía hoy, mientras escribo las últimas palabras, no ha terminado de colocar la cartelería. Por las diferencias horarias, lo de comer se convierte en una aventura, que el tipo agradece. Unos panchitos o unas galletas despistan al hambre, pero hay apariencias que no engañan, y las de Río han sido una catástrofe tan evidente que desactivan cualquier indicio de nostalgia.
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