Crítica de libros
El acoso escolar a Bach
Sólo podía ser él. El aclamado director y fundador del Monteverdi Choir, la English Baroque Soloist y la Orchestre Révolutionnaire et Romantique, el responsable de la proeza de haber interpretado durante cincuenta y dos semanas todas las cantatas sacras de Bach –que grabó en directo, en veintisiete volúmenes. Solo él, sir John Eliot Gardiner, podía firmar el gran (y de momento definitivo) libro sobre el maestro del contrapunto, cuando, doscientos sesenta y cinco años después de su muerte, se le sigue considerando el gran arquitecto de la música occidental. No en vano, la vida del autor ha estado marcada por el creador de las «Variaciones Goldberg». Su primer recuerdo fue la seria mirada que emanaba del retrato de Haussmann –uno de los dos únicos autentificados que existen– que colgaba del primer piso del molino donde vivía su familia. Su padre se había comprometido a custodiarlo durante la Segunda Guerra Mundial. La obsesión se multiplicó cuando empezó a cantar sus motetes, durante su infancia en los coros de Dorset. Solamente pudo ir en aumento su pasión al estudiarlo y comprender que en aquel coetáneo de Scarlatti o Händel la poesía y la teología concurrían de forma fascinante.
No obstante, la verdadera biografía del compositor más influyente de la historia se resentía tanto del prosaísmo como de la desmesura hagiográfica. Por tanto, hasta la llegada de este volumen el lector interesado en sus pasos por el mundo únicamente se topaba con precariedad de datos o procesos de canonización documental. El tributo al músico son estas novecientas páginas ilustradas, resultado de doce años de duro trabajo que cuenta con los más recientes hallazgos del equipo de investigación Bach Archivo, que no estaban disponibles para anteriores biógrafos. Su enfoque se asemeja al que utilizó Stephen Greenblatt para dar cuerpo a la biografía de Shakespeare. Así, vemos cómo se imbrican la experiencia personal del autor con la estricta biografía –y la musicología–, con un análisis detallado de las dos grandes pasiones: la de san Mateo y la de San Juan. Porque la matemática de su dimensión musical bebe tanto de las fuentes religiosas como del la pura razón. Dentro del luteranismo fue considerado el quinto evangelista, aunque, a día de hoy, le reclaman todas las ramas de la fe e incluso cuantos, fuera de cualquier confesión, encuentran en su música la perfección. No obstante, la fe de Bach tenía menos que ver con el dogma y mucho más con un intento de poner al descubierto la condición humana, así como de encontrar el sentido último de la vida. Como un auténtico ateo de la devoción, celebra la santidad de la existencia, la conciencia de lo divino, y posee una dimensión trascendente de la existencia.
El gran escollo con el que se encontró Gardiner para abordar las circunstancias y el pensamiento del gigante alemán ha sido la poca información veraz que había sobre él. Seguir la cronología de su existencia ha sido para el autor como ejecutar una de sus piezas: arriesgarse a hacerlo con un amplio margen de interpretación. Se ignora si jugaba con el misterio o, simple y llanamente, le importaba poco dejar rastro. Se conservan pocas cartas, bien porque se perdieron o quizá porque, como viajó muy poco, no tenía necesidad de comunicarse con nadie por escrito. Pero hay algo más frustrante: en Leipzig compuso, ensayó e interpretó una cantata cada domingo durante años, pero no existe ningún documento que explique cómo la gente recibió aquella música. Ningún elogio, ninguna queja. Como si no hubiera existido.
No obstante, página a página, vamos siguiendo los pasos del niño que se crió con un padre violinista y trompetista que fue convirtiéndose en clavecinista y organista de referencia después de pasar a depender de su tío una vez muerto su progenitor. Conoceremos, también, al chaval que, con el hatillo a la espalda, recorrió cientos de kilómetros desde Ohrdruf, huyendo probablemente de alguna epidemia junto a su amigo Georg Erdmann, hasta Luneburgo, cerca de Hamburgo, para estudiar. Nos acercará también al alma sensible que se emocionaba con las canciones populares, y que dominaba las matemáticas de la misma manera que la construcción de instrumentos, fascinado por la tecnología de los órganos.
El aprendiz de músico que, copiando partituras, fue multiplicando las posibilidades del lenguaje musical; el hambriento de espíritu que catapultó a la posteridad la destreza del contrapunto o el hombre que quiso reivindicar la dignidad del arte por encima de quienes pagando lo reducían a oficio. El pionero de la autoría, por delante de Beethoven o Mozart, como erróneamente se cree. Y la muerte. La punzante compañera de su vida desde niño, cuando perdió primero a sus padres antes de que alcanzaran el medio siglo y más tarde, a su primera esposa, María Bárbara, y luego enterró a doce de sus veinte hijos.
Una herencia con nota
La misma parca que se lo llevaría a él, un 28 de julio de 1750, ciego, probablemente a causa de una diabetes sin tratar, aniquilado por una apoplejía y junto a su hijo Carl Philipp Emanuel, que redactaría su obituario. Su única herencia: los instrumentos que poseía: cinco clavecines, dos laúdes-clave, tres violines, dos chelos, una viola da gamba, un laúd y una espineta. Aunque el autor admite en el prefacio del libro que camina sobre arenas movedizas, lo cierto es que aporta información nueva o datos que no se habían considerado importantes hasta hoy, como las notas que sacaba cuando iba al colegio, el absentismo escolar recurrente, su actitud infantil rufianesca, su primer contacto con la religión protestante o los episodios de acoso que sufrió en la escuela, y que posiblemente marcaron su carácter. Gardiner ha intentado arrojar luz sobre algunos misterios que todavía intrigan a los expertos en Bach, como sus crisis de fe, la contradicción entre su carácter severo y su poca predisposición a aceptar órdenes, la profunda simpatía por quienes sufrían, al tiempo que su afición a la vida alegre. Un hombre impertinente, cobista en la Corte, engreído, incluso tímido en el momento de asumir retos intelectuales. También discute que pueda establecerse una discriminación esquizofrénica entre el compositor y su obra sublime. De paso lucha por derribar el prejuicio más enquistado: el de que Bach es un compositor intelectual, más difícil que Mozart o Beethoven. Lo resume con elocuencia: simplemente canaliza una energía incontenible.
Bach es, fundamentalmente, su música, así es que la mejor manera de retratar al compositor radica en sumergirse en ella. El título del libro alude a la «mecánica de la fe» con que el maestro Gardiner se refiere a la música de Bach, concebida desde una suerte de aritmética vertical, así como una referencia explícita al lugar de Weimar donde el autor de «Los conciertos de Brandeburgo» estuvo casi veinte años, decisivos para la historia de la música y de la humanidad. Ni Monteverdi, ni Mozart, ni Beethoven. Sólo él, «Bach nos ofrece la voz de Dios: en forma humana. Él es quien ilumina un sendero, mostrándonos cómo superar nuestras imperfecciones por medio de las perfecciones de la música: hacer las cosas divinas humanas, y las cosas humanas, divinas». Una biografía a la altura de un genio.
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