Cataluña
El ocaso de Carles «el hechizado»
Encerrado en la vivienda oficial sin su familia y escoltado por una docena de mossos. Así ha pasado los últimos días «El Puigdi», que ayer rubricó su final político.
Encerrado en la vivienda oficial sin su familia y escoltado por una docena de mossos. Así ha pasado los últimos días «El Puigdi», que ayer rubricó su final político.
Completamente solo, escoltado por doce Mossos d’Esquadra tal como hasta ahora mandaba el protocolo de los presidentes de La Generalitat, y recluido en la vivienda oficial de la Casa dels Canonges, que siempre se negó a ocupar. Así han transcurrido estos días de infarto de Carles Puigdemont alejado de su familia. Vecinos de la urbanización Saint Juliá de Ramís, un complejo de golf y ocio dónde Puigdemont adquirió una casa-chalet siendo alcalde a las afueras de Gerona, confirman que el inmueble lleva días cerrado a cal y canto sin un solo signo de gente habitada. «De la señora y las niñas ni rastro», dice uno de los vigilantes de la zona como prueba de la ausencia de la familia del presidente catalán. Según fuentes cercanas, a tenor de los últimos acontecimientos, su esposa, Marcela Topor, decidió de común acuerdo poner tierra de por medio y viajar con sus dos hijas fuera de Cataluña. El asedio en el colegio donde las dos menores estudian fue determinante.
Fuentes vecinales de la urbanización y escolares del centro donde las dos hijas de Puigdemont estudian confirman que hace días no asisten a clase. En algunos locales frecuentados por la primera dama catalana reiteran hace semanas no saber nada de ella. Sin embargo, algunos comerciantes próximos a la zona sí afirman haberla visto hace semanas comprando algunas calabazas y enseres propios de la noche de Hallowen, muy en línea con las tradiciones de una pareja creyente en los rituales de transcendencia. Algunos aseguran que el apoyo de Topor, rumana de nacimiento y políglota avezada, ha sido total. Incluso explican que en una merienda privada, cercana a la pastelería familiar de los Puigdemont regentada por un hermano y tíos del presidente, se lo escucharon decir: «Carles, tú eres el mejor, pero hasta aquí llegamos». Fue entonces cuando el matrimonio, de común acuerdo, decidió que Marcela y sus hijas salieran de Cataluña.
En el entorno de la familia coinciden en el carácter visionario de Puigdemont desde siempre. Sus compañeros del internado del Collell aún le recuerdan como un chico desconfiado, bastante raro, obsesionado con la nigromancia. En las fiestas de fin de curso le gustaba disfrazarse de brujo, jugar a las adivinanzas y emular a guerrilleros de «comics». Nieto, hijo y hermano de pasteleros, «El Puigdi», como era conocido, siempre fue un independentista nato, militó en las Juventudes de Convergència y llegó a la Alcaldía de su ciudad casi de carambola, cuando el candidato Carlos Mascort tiró la toalla. Se cumple ahora el aniversario de aquella boda en la Bahía de Rosas, en una primera ceremonia civil laica, y luego en Rumanía por el rito cristiano-ortodoxo. De hecho, sus dos hijas, Magali y María, acuden a un colegio de esta tradición cristiana en Gerona.
Al parecer, y como preludio a las fiestas navideñas, el centro les da opción a unas semanas de campamento. Algunas fuentes del colegio indican que Marcela Topor decidió acogerse a ello y viajó con sus hijas fuera de Cataluña. Para unos, estaría en las afueras de Londres, donde Marcela ejerció como actriz y tiene buenos amigos, mientras otros la sitúan con su familia en algún lugar de Rumanía, su país natal. Lo único cierto es que, a pesar de lo acontecido, la familia Puigdemont permanece unida «a cal y canto».
Ella sigue siendo un gran apoyo para su marido, a quien antiguos compañeros del Ayuntamiento de Gerona siempre le vieron como «un embelesado» de la independencia. Desde que fue elegido presidente de la Generalitat en enero de 2016, gracias al apoyo de los radicales de la CUP, nunca quiso pernoctar en La Casa dels Canonges, residencia oficial de los mandatarios catalanes, y recorría a diario los más de cien kilómetros que separan el Palau de San Jaume de su casa de siempre, ubicada en la urbanización Alta Girona, que adquirió cuando era regidor la ciudad.
Según su círculo de amigos, muy escaso, son una pareja muy cerrada, «casi oscurantista». La Mars, como llaman a la esposa de Puigdemont, le enseñó rumano, y él la introdujo en catalán y castellano. De hecho, el hombre que ha querido romper con España tiene raíces andaluzas por su abuelo materno, Carles Casamajó Ballart, exiliado en Francia y casado con Manuela Ruiz, nacida en Jaén, de abuelos almerienses emigrados a Cataluña. Una familia de «charnegos» puros que montaron un negocio de pastelería en Gerona. Puigdemont sigue frecuentando el establecimiento familiar, ahora regentado por su hermano, y era frecuente verle muchos domingos con sus hijas para comprar las típicas «cocas» de chocolate. A su mujer la inculcó su fervor secesionista, algo de lo que ella siempre hizo gala en sus colaboraciones periodísticas, que logró tras ser su marido nombrado director de la Agencia Catalana de Noticias (ACN) y el periódico editado en inglés «Cataluña Today».
Tras el grotesco pleno del Parlament, Carles Puigdemont salió escopetado en su coche oficial, tal vez a encontrarse con su familia. Desde un nombramiento a dedo por Artur Mas, hasta el declive mayor de su persona, es ya la caricatura de sí mismo. Muchos ahora le recuerdan como aquel fatídico monarca, Carlos II el Hechizado, de quien dicen era devoto en sus etapa estudiantil. Decadente y decaído, como presidente de La Generalitat de Cataluña, está ya en el ocaso de la historia.
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