El desafío independentista
La Revolución Francesa en mi calle
Protestas, barricadas con vallas que se amontonan e impiden el paso a un centro cultural. La sensación de enfrentamiento que bulle en la sociedad y el uso partidista del lenguaje se palpaban en Barcelona.
Protestas, barricadas con vallas que se amontonan e impiden el paso a un centro cultural. La sensación de enfrentamiento que bulle en la sociedad y el uso partidista del lenguaje se palpaban en Barcelona.
Soy un gran aficionado a los viajes del tiempo. Sin ir más lejos, ayer hice uno al París de 1789... desde la calle París, Barcelona. No era porque llevo las últimas semanas leyendo sobre esa época al estar preparando un libro sobre literatura francesa desde la Ilustración. Mi motivo fue más frívolo, estuvo más asociado a cómo tenemos todos la mente enviciada por la ficción que nos rodea y empapa día tras día. En la tele surgían de repente un montón de personas montando una barricada, justo a una manzana de mi casa, en un conocido recinto educativo y deportivo. Pero todos sabemos que la televisión y el cine son dos ilusiones, un cúmulo de imágenes que se balancean entre la verdad y lo imposible. Y entonces recordé un fotograma de la película «Los miserables», aquel brillante musical que se estrenó en el año 2012: calles parisinas con montañas de objetos haciendo de barricada.
Entonces viajé en el tiempo bajando a mi calle, y allí estaba no sé si la verdad o lo imposible, pero sí la realidad. Antonio Machado poetizó hace algo más de cien años la fricción de dos Españas, la reaccionaria y la regeneracionista, y en el poema «Una España joven» hablaba de los dos bandos así: «Mas cada cual el rumbo siguió de su locura; / agilitó su brazo, acreditó su brío; / dejó como un espejo bruñida su armadura / y dijo: “El hoy es malo, pero el mañana... es mío”». Hoy, ayer, estos últimos días están siendo nefastos para la convivencia social y política, pero no creo equivocarme mucho al decir que de un lado y de otro se van a apropiar de la realidad acontecida, la van a poseer desde sus convicciones, reconociendo tal vez lo malo de lo ocurrido pero actuando como si el mañana fuera solo suyo. En cualquier caso, la sensación penosa que tuve como viajero en el tiempo fue que ya son palpables dos Cataluñas, agriamente enfrentadas, que tendrán el deber de no poner un rumbo único sin entender la «locura» ajena. Tal vez tendrían que decirse «Qué sé yo», el axioma preferido de Montaigne, quien como alcalde de Burdeos medió en asuntos sociales de gravedad buscando de manera ejemplar la armonía entre los que únicamente permanecían en el enfrentamiento.
Hoy podemos «enfrentarnos» pacíficamente mediante elecciones electorales, y hubo un tiempo en que pensé que ir a votar era una obligación. Me sentía impelido por la desaparición de mi abuelo en 1939, en las filas republicanas. No podía ser que aquella muerte y el sufrimiento familiar no sirvieran para nada, había que valorar tener una democracia, más si cabe cuando uno vio las caras asustadas de las madres y abuelas de mi pobre barrio cuando el 23-F parecía transportarlas –en un espantoso viaje en el tiempo para ellas– a un pasado trágico. Sin embargo, aquella autoobligación de acudir a las urnas se me apagó hace bastante. Estoy con el Thoreau que dice que «incluso votar “por lo justo” es no “hacer” nada por ello. Es tan sólo expresar débilmente el deseo de que la justicia debiera prevalecer». Él se refería a temas tan escalofriantes como la esclavitud, pero es igual, en general él consideraba que no se trata de que las mayorías sean tan buenas como uno, «sino que exista una cierta bondad absoluta en algún sitio para que fermente a toda la masa».
Estos valores individuales de bondad, integridad y respeto al prójimo que defendió el autor de «Walden» son muy difíciles de hallar en situaciones extremistas, cuando tenemos que sufrir además el ejemplo terrible de muchos políticos que son demasiado vehementes, que son groseros de modo teatral y hacen de la mentira su práctica habitual. La política debería ser una ciencia pragmática e útil, y no convertirse en cerilla para encender el ardor de un pueblo lleno de resentimientos. En el reino del insulto y la manipulación de datos y estadísticas, una de las víctimas es el lenguaje, y las palabras «democracia» o «fascismo» son tan estúpidamente empleadas que quisiera pedirles a los que las usan que vinieran a viajar en el tiempo conmigo: que las pronunciaran, si se atreven, mientras ven cómo murió mi abuelo en los Pirineos, sin poder apenas conocer a su bebé, ni a su nieto que ahora escribe sobre él, ni volver con su esposa y ver la llegada del periodo democrático, del fin de los fascismos gubernamentales en nuestra Europa que parece aprender del pasado solo para acabar repitiéndolo.
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