Cataluña
Passi-Ho Bé, señor Puigdemont
Que el catalán medio vea la intervención de su autonomía como algo lamentable pero necesario indica el daño que han hecho los independentistas al autogobierno.
En catalán existe la expresión, un punto irónica, de «passi-ho bé», que es una forma de despedirse algo sardónica pero de una urbanidad irreprochable. Se corresponde exactamente con la forma castellana «que usted lo pase bien».
Desde luego, hay formas de despedida más cálidas y directas, más agradecidas. Formas que comunican sin ambigüedades el lamento por la marcha de un ser querido y cuánto lo vamos a echar de menos. No es el caso del «que usted lo pase bien». Es una expresión a la que no se le puede recriminar nada porque incluye buenos deseos pero, arteramente, deja un poso de indiferencia y hasta de alivio por haberse librado del pesado al que le deseamos que disfrute mucho, si bien lejos de nosotros. O sea, que es una forma civilizada de despedir a alguien cuando lo que se desea es perderlo de vista perentoriamente. Probablemente, sea el reverso, el envés, lo más opuesto a «bienvenido, mister Marshall», la cual también es irónica, pero implica prosperidad, ilusión y progreso.
Tanto en una como en otra expresión hay un punto de insinceridad, de interés propio; pero es que los pueblos, las comunidades, somos así. Somos monótonos, grises, prácticos, un poco sórdidos y, sobre todo, estamos indefensos ante nuestros líderes cuando se trastornan y resultan conducirse como unos delirantes, unos torpes, unos iluminados o unos fantasmas. Es gracias a la democracia que hoy en día tenemos la posibilidad de mirar a estos autócratas como a un chubasco político y esperar con santa paciencia que escampe antes de un lustro, sin tener que consumir en esa tarea una o dos generaciones.
Bajo esos sabios parámetros mentales es como la calle catalana ha recibido la aplicación del artículo constitucional número 155. La vida ha seguido con una normalidad absoluta, lo cual es el mejor indicador de muchísimas cosas. Dadas las estadísticas del Gobierno autonómico de Puigdemont y su balance en logros políticos, financieros y cívicos, ¿puede extrañarse alguien de que una gran mayoría de los catalanes lo hayamos visto irse sintiendo la tranquilidad y el alivio del más civilizado «passi-ho bé»? Y es que en Cataluña hay mucha gente que detesta el histrionismo, la soflama, el postureo heroico de pacotilla. Es gente antipedante que afirma: «estamos intervenidos, de acuerdo, pero eso nos da una oportunidad de construir por fin, de acabar con el déficit democrático que han provocado los fanáticos en las instituciones, de librarnos de tanta mentira y tanto chollo patriótico». Incluso se esperan, como parte de la normalidad, los pic-nics protestones que van a organizar durante los próximos meses la parte de nuestros paisanos que es nacionalista y ha sido decepcionada por sus propios líderes. Estamos ya acostumbrados a sus fiestas enfurruñadas con su habitual conciertillo musical mini-multitudinario (con su escenario y su luminotecnia supuestamente espontánea, pero encargada a una empresa local afín). Estamos acostumbrados incluso con cierta compasión a sus paranoicas manías persecutorias de asegurar sentirse oprimidos. Es algo característico del paisaje tradicional catalán y hasta les tenemos cariño; siempre y cuando no violen las reglas del juego democrático cómo intentaron hacerlo Puigdemont, Jonqueras, Forcadell y Gabriel en los últimos meses.
Parte de la normalidad sainetera de los próximos meses será ver al expresidente encerrado en un lavabo de Gerona, negándose a salir, empeñado en que sigue siendo presidente, mientras envía mensajes en morse tirando de la cadena a los pocos acólitos que le quedan. También veremos a los periodistas orgánicos del independentismo encerrados en el canal catódico de TV3, negándose también a salir a la luz del día e insistiendo torpemente en convencernos de que ellos siguen siendo la mayoría del pueblo: algo muy parecido al loco de «Amacord», que se subía a un árbol pidiendo una mujer. Mi tierra natal es así de Felliniana.
¿Ese retorno a la tranquilidad democrática y a las propias neuras significa que Cataluña va a volver a ser esa tierra de supuesta convivencia donde imaginariamente se columpian los cupidos? No. Hay un poso tristísimo que ha dejado el egoísmo y la miopía mental de los Pujol, Mas y Puigdemont. Y ese poso es el hecho de que ayer comentaba todo esto con la dueña de uno de los colmados principales de mi pueblo catalán y me decía que era triste la intervención, pero que estaba contenta porque los independentistas habían ido muy lejos y ahora volvería la tranquilidad y la seguridad económica, la sensatez de la democracia y lo razonable de la libertad. Pero toda esa conversación la mantenía conmigo bajando la voz. Entiéndeme, decía, tengo una tienda y no puedo permitirme perder ni un cliente por razones políticas, que las cosas están muy achuchadas. Y eso, que es bastante común aquí, convendrán conmigo que suena similar a los relatos de quienes han vivido bajo regímenes nazis. Vuelve sin duda la legalidad democrática, pero habrá aún que sanear muchos tics de coerción totalitaria.
Que el catalán medio vea la intervención de su autonomía como algo lamentable pero necesario es un indicador de hasta que punto los independentistas han hecho daño al autogobierno con sus locuras. El poder regional va a tardar mucho en recuperarse de esa perdida de prestigio, porque muchos catalanes comprueban ahora en el día a día que sin el Gobierno regional también se puede vivir perfectamente y eso les hace preguntarse si entonces es estrictamente necesario. Pero aún pasará tiempo hasta que puedan preguntarlo a plena voz.
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