San Petersburgo
Zapatero el sentimiento laico por Guillermo Graíño Ferrer
El ex presidente está vinculado a un proyecto ideológico de nueva izquierda alejado de la ortodoxia
En 1773, Denis Diderot parte hacia San Petersburgo invitado por Catalina la Grande a su corte. El filósofo francés, ateo, ilustrado radical, lleva debajo del brazo el entusiasta proyecto de trazar un profundo cambio político en base a los principios de la Ilustración, una Ilustración que dejará atrás los más oscuros tiempos de la humanidad. La desilusión final de Diderot sobre la acogida de su empresa debió de ser antológica. En una gran declaración de realismo político, Catalina le dijo al francés lo siguiente: «Todos sus grandes principios, los cuales entiendo perfectamente, aunque están muy bien para los libros, harían un triste trabajo en la práctica. Usted olvida en todos sus planes de reforma las diferencias entre sus dos posturas: usted trabaja sólo sobre el papel, que se presta a todo; es obediente y flexible y no pone obstáculos ni a su imaginación ni a su pluma; en cambio yo, pobre emperatriz, trabajo con la naturaleza humana.»
Muchos políticos contemporáneos que hayan tenido responsabilidades reales de gobierno habrán vivido, de manera seguramente más prosaica y en soliloquio, este conflicto entre su Diderot particular, voz de principios morales o ideológicos, y su Catalina, representante de las compulsiones y los conflictos a los que se ve avocado el político en el siempre complejo juego de encajes y equilibrios. Con todo, es probable que José Luis Rodríguez Zapatero, quinto presidente del Gobierno de España desde la Transición, haya vivido con particular dificultad este tipo de encrucijadas. Zapatero ha sido nuestro primer líder postmoderno, un político convencido de la flexibilidad total de la realidad y del poder que el discurso político puede ejercer sobre la sociedad: complicado bagaje de partida para lidiar con los crueles destinos que reserva la política a los más atrevidos. Para algunos, esta característica hizo de Zapatero un buen líder a la hora de implementar el cambio social; para otros, lo convirtió en un sujeto peligrosamente ajeno a las lecciones de la experiencia y a la prudencia que requieren las altas responsabilidades.
El ex presidente, en esta su primacía de la ideología sobre las inercias de equilibrios cristalizados, consideró insuficiente para una democracia verdaderamente madura la laicidad de nuestro Estado o la memoria sobre la Guerra Civil y el franquismo. La ruptura generacional encarnada por un Rodríguez Zapatero empeñado en completar un trabajo no acabado, no sólo concernió a la clase política en general, sino también a la familia socialista en particular. Dejó atrás la imagen de sus mayores, socialistas «de pelo en pecho», representantes de una izquierda bastante clásica, para dejarse permear por un proyecto ideológico de una nueva izquierda que encontraba netamente insuficientes los postulados de la socialdemocracia tradicional o de los partidos izquierdistas más ortodoxos. La lucha por la igualdad debía extenderse a nuevos sujetos y no limitarse a la economía; entraba, así, en el debate, la dimensión del reconocimiento de mujeres, homosexuales, culturas no occidentales o periféricas, y la política debía adquirir un rol central en la implementación de esa inclusión.
Zapatero, en esa búsqueda de un nuevo sello político para una izquierda un tanto desorientada y desgastada, encontró un aliado en la moda académica del llamado republicanismo cívico. Nuestra democracia liberal se asienta en una tensión: por un lado, la política y la administración de instituciones muy desarrolladas exigen una clase política especializada y profesional. Por otro, esta clase debe tener un especial vínculo con el resto del demos, pues su trabajo versa sobre algo que afecta a todos. Así pues, esta tensión se resuelve en la elección periódica de representantes por parte del pueblo. Sin embargo, un rol tan pasivo de la ciudadanía no acaba de convencer a quienes pretenden resucitar esta tradición del republicanismo cívico: la política y la arena pública no sólo deben ser un lugar de defensa de intereses por representantes, sino el lugar en el que el pueblo adquiere las virtudes cívicas en el ejercicio de sus deberes democráticos. Es decir, la unión entre el pueblo y la clase política ya no es la de una elección o la de un depósito de confianza, sino la de una identificación real.
Políticas particulares
No cabe duda de que, frente a la imagen de profesionales, tecnócratas u hombres de Estado que cultivaban los miembros de anteriores gobiernos, Zapatero ha lucido, no sólo en él, sino en parte de su equipo, una imagen de cercanía. Zapatero, efectivamente, no sólo había sido elegido por la común ciudadanía, sino que era uno más de ellos.
Como podemos ver, el sucesor de González y Aznar fue, al contrario que éstos, un líder con proyectos bastante ambiciosos sobre la base misma del sistema, encargado de dejar una huella más allá de las políticas particulares. Algunos todavía mantienen que todo fue fruto de un pensado e imprudente cálculo político que hubo de olvidar por culpa de la terrible crisis.
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