Estados Unidos

Insensibles al dolor

La analgesia congénita es responsable de que uno entre un millón de niños no llore si se rompe una pierna, no sufra por una quemadura y ni se inmute ante un fuerte golpe 

Insensibles al dolor
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Se sacó, literalmente, el ojo. Y no gritó. No lloró. El único llanto fue el de su madre al ver a su pequeña Gabby en ese estado. También presenció cómo se descarnaba los dedos a mordiscos y se hería los labios. Pero ni se inmutaba, como si de una muñeca se tratara.
Tras el shock inicial de la familia, los médicos confirmaron que Gabby sufría analgesia congénita (CIP por sus siglas en inglés), una enfermedad «extremadamente poco frecuente que se caracteriza porque el paciente, de modo selectivo, no tiene sensibilidad dolorosa», explica Francisco Reinoso, coordinador de la Unidad del Dolor Infantil del Hospital La Paz de Madrid. El experto recalca el «modo selectivo» porque «la motilidad y la propiocepción no están dañados». Lo contrario a lo que ocurre cuando la persona ha sufrido, por ejemplo, una lesión medular, tras la que sí se ven mermados el tacto y la sensibilidad.
Porque los pacientes afectados por analgesia congénita sienten, pero no les duele. Perciben el golpe cuando se lo dan, notan cómo muerden su dedo, pero no sufren.
El caso de Gabby se dio a conocer gracias al documental «A Life Without Pain» (una vida sin dolor). Sin embargo, sigue siendo muy desconocido. Tan raro el trastorno (afecta a uno entre un millón) que en 20 años de profesión «sólo he tenido dos pacientes. El último, muy reciente, una niña de ocho años que debutó con fracturas patológicas de los huesos de las piernas (osteotomía femoral) y no necesitó analgesia para las dos intervenciones quirúrgicas que hubo que practicarla», añade Reinoso.
Roberto tampoco sintió dolor cuando, con un año, según explicó a los medios su padre, «se mordió la lengua y se le cayó en el hospital». Pero el diagnóstico no siempre es temprano, ya que cada persona tiene un umbral del dolor, y hay personas «más estoicas por naturaleza, y eso no significa que tengan la dolencia», dice Reinoso.

Origen

Las posibles causas sobre las que la comunidad científica trabaja para hallar el origen y dar con un tratamiento –que a día de hoy no existe– se centran en la genética. Bien por un gen autosómico recesivo, esto es que sigue un patrón genético familiar, o como consecuencia de una mutación genética que afecta a las fibras nerviosas que transportan la sensación de dolor al cerebro. «Codifican la síntesis de proteínas (canales de sodio) implicados en la sensibilidad», especifica Reinoso. Precisamente de estas últimas mutaciones genéticas ha hablado para A TU SALUD uno de los mayores expertos internacionales en este campo, Roland Staud, profesor del UF College of Medicine (Estados Unidos), cuyos estudios se centran en el gen SCN9A. Staud explica que «este gen codifica el canal del sodio (que se localiza en el sistema periférico nervioso y es imprescindible para que las neuronas transmitan impulsos eléctricos y la sensación de dolor al cerebro). Al codificarlo, la acción del canal se ve perjudicada o disminuida».
Staud lleva más de seis años estudiando a una niña «cuya insensibilidad no ha cambiado durante todo este tiempo de trabajo». Tras acudir al oftalmólogo por lo que sus padres creían que era una infección en un ojo, el diagnóstico final fue una abrasión severa de la córnea. Ashly, que así se llama la pequeña, reía y jugaba con su madre mientras la examinaban y trataban con fuertes colirios.
Pero a día de hoy todavía no existe una terapia para estos pequeños. «El tratamiento es sintomático», dice Reinoso. «Y se va complicando porque las lesiones van evolucionando y pueden terminar con mutilación», añade.
La esperanza de vida también es menor. «No tienen muy buena evolución, porque los traumatismos son repetidos», dice Reinoso. Y el cuerpo se desgasta. No obstante, si hay un ejemplo de supervivencia es el de Steve, que ha pasado la barrera de los 30 años y ha creado incluso una web en la que narra su experiencia. Su diagnóstico llegó con apenas cuatro meses de vida. «Me habían empezado a salir los primeros dientes y ya me había comido casi un cuarto de la lengua», cuenta. En su caso, las heridas sufridas a lo largo de su vida han dejado secuelas. «Tengo que aceptar que en algún momento voy a perder mi pierna izquierda», relató a los medios.