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Generación Macron: ¿Cómo serían los Kennedy de hoy?
Hoy se habla mucho, como si fuera una novedad, de política espectáculo y de postverdad, es decir de mentiras más o menos conscientes y/o intencionadas. Basta una ojeada a un pasado no muy lejano para darnos cuenta que las dos realidades, el espectáculo y la postverdad, tienen poco de novedoso. Ahí está J. F. Kennedy, que llegó a la Presidencia de los Estados Unidos en 1960 (con 43 años) y encarnó un deseo y una ola de renovación, como un antecedente de lo que iba a venir aquella misma década, siendo así que era el retoño de una familia rica y poderosa, con conexiones en la mafia, representante de una cierta elite norteamericana y, en realidad, uno de los mejores productos de eso que hoy se conocería como «branding».
No sabemos si un mito tan elaborado aguantaría la sobreexposición propia de la política actual. Sea como sea, el icono Kennedy –congelado en el mito, además, por el trágico asesinato– ha llegado hasta nuestros días. El solo nombre basta para sugerir un tipo de político: juventud, apertura a lo que hoy llamamos diversidad (en su caso, el primer presidente católico), cosmopolitismo, preparación y antes que nada, optimismo, como si la figura encarnara de por sí la confianza en un futuro más brillante. Un político reformista, por tanto, abierto al cambio y dispuesto a propiciarlo sin rupturas, eso sí, ni cortes radicales: tan abiertamente anticomunista como identificado con su país, de un patriotismo no problematizado todavía por la catástrofe vietnamita y la rebelión antiautoritaria del 68.
Trasplantada la idea –el ideal, se podría decir– a la actualidad, nos encontramos con el nuevo grupo de políticos europeos que ha empezado a recibir el nombre de «generación Macron», por el nuevo Presidente de la República Francesa (39 años). Además del titular, que ha sido el último en llegar, están Albert Rivera (37 años), Matteo Renzi (42 años), Charles Michel (41 años, primer ministro de Bélgica desde 2014) y Xavier Bettel (44 años, primer ministro de Luxemburgo desde 2013). La juventud, que todos comparten, no es una novedad absoluta. Desde la Transición, nuestro país ha sido gobernado por gente joven, con la única excepción de Rajoy. Sí que es indicativa de una demanda de renovación en las elites, sobrevenida con la crisis económica y, también, con la incapacidad de algunos de los grandes partidos preexistentes para afrontarla. Allí donde se han hecho reformas, como en España y en Alemania, los cambios no son tan dramáticos y la renovación generacional, aunque haya llegado ya, como en el Partido Popular, no se manifiesta del mismo modo.
La juventud es tan sólo un dato, y tal vez no el más significativo a pesar de su relevancia en un mundo dominado por la imagen. Es verdad que representan a un electorado de cierta edad, pero no tanto como los populistas de izquierdas y de derechas. Allí donde algunos de los competidores de Macron se concentran en determinadas franjas de edad (los jóvenes para el populista neocomunista y los mayores para la derecha no nacionalista) sus apoyos cambian poco en función de la edad. Más importante resulta que sus votantes tiendan a estar entre la parte más educada de la sociedad, con un buen porcentaje de titulados universitarios, lo que puede indicar un voto con conciencia de elite (algo perceptible en el caso de Ciudadanos) y tal vez de clase, aunque esto último parece desmentido por el amplio respaldo que la propuesta de Macron ha recibido en el conjunto de sociedad francesa, sin estar sub representada en ninguna franja social.
Lo más nuevo es que los votantes de Macron se declaran optimistas en un 72% (mientras que los del Frente Nacional se declaran pesimistas en un 71%). Esta predisposición, tan «kennediana», dice mucho de esta generación. Es un poco la versión europea del «We Can» obamita, aunque con la lección bien aprendida. Ya no vale el sectarismo ideológico de la presidencia de Obama, ni su forzada postmodernidad, ni sus débiles tasas de crecimiento que acaban engendrando personajes como Trump. Estos jóvenes políticos europeos huyen como de la peste de las etiquetas. Ni de izquierdas ni de derechas, se declaran socio-liberales y aspiran a gobernar la sociedad desde el centro, allí donde se pueden conseguir acuerdos que hagan posible reformas de largo alcance, muy en particular –esto es obsesivo, como es lógico en una renovación del escalafón– en cuanto a la propia vida política: su regeneración aquí, su «moralización» en Francia, donde la palabra «regeneración» va ligada a la dictadura jacobina. Evidentemente, aspiran a evitar cualquier designación que empiece por «neo». «Neocentristas» sería letal.
Con Kennedy comparten también un cierto espíritu cosmopolita, con una traducción política y vital muy concreta: todos son europeístas, firmes partidarios de esa Nueva Frontera en que está en trance de convertirse otra vez, después de la ola populista, la Unión Europea. Están próximos a lo que se ha llamado la «generación Erasmus», por representar la primera en la que empieza a nacer un cierto europeísmo, raro hasta ahora, como forma de conciencia cívica y ciudadana. También hasta aquí llega la voluntad reformista, aunque existe poco margen para las ilusiones: las reformas en la Unión Europea no van a sustituir –ya lo sabemos todos– a las que han de emprenderse en cada una de las naciones que la forman. Tal vez esto dé pie a un patriotismo realista, explícito y sensato, ajeno a las utopías postnacionales.
Finalmente, hay una diferencia que tal vez indique una discrepancia de fondo entre Estados Unidos y Europa, o tal vez sugiera una evolución compartida por todas las democracias desarrolladas. Kennedy tuvo cuatro hijos. De los jóvenes dirigentes europeos, sólo dos, Charles Michel y Matteo Renzi, tienen descendencia. Es sorprendente, porque a pesar de ser «disruptivos», como se dice hoy, resultan también muy –siendo como son una generación francófila– «comme il faut»: hijos, nietos y yernos ideales, o casi.
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