Corrupción política
Emmanuelle, el poblado olvidado por la revolución de Dilma
La decepción de los habitantes de estas 300 chabolas ilustra la de los miles de brasileños que en 13 años no han visto cumplidas las promesas del Partido de los Trabajadores.
La decepción de los habitantes de estas 300 chabolas ilustra la de los miles de brasileños que en 13 años no han visto cumplidas las promesas del Partido de los Trabajadores.
Cuando las chabolas de Emmanuelle se deslizan ladera abajo por causa de las lluvias, ninguno de los vecinos –si se les puede llamar así– se acuerdan de la ex presidenta Dilma Rousseff, del ahora presidente Michel Temer ni de la política: simplemente se juegan la vida para rescatar sus pocos bienes. Este asentamiento urbano a las afueras de la ciudad de Goiânia (a 240 kilómetros de Brasilia) es la periferia de la periferia.
Por esta ciudad no pasó el Mundial de 2014 ni pasarán los Juegos Olímpicos. El barro ensucia los rostros de los niños y el viento tambalea los palos y plásticos de los hogares improvisados. «Es lo más parecido a vivir como perros», asegura Gabriel Magalhaes, uno de los moradores de esa ocupación ilegal. Al preguntarle por Rousseff se encoge de hombros. «Yo la voto siempre, pero bueno, aquí estamos», sentencia mientras continúa reparando los escasos muebles de otros residentes de ese suburbio, paradójicamente denominado «Novo Mundo» (Nuevo Mundo).
El programa social «Minha Casa, Minha Vida» (Mi casa, mi vida) no ha llegado a las 300 familias de ese campamento. Tampoco el agua ni la electricidad, aunque en Goiás –capital, Goiânia– se construyeron 54.000 viviendas, convirtiéndose así en uno de los estados más favorecidos por ese plan, según explica a LA RAZÓN Lúcia Vânia, la senadora de esa región por el Partido Socialista Democrático de Brasil (PSDB), el del nuevo presidente Michel Temer. Vânia votó por el «impeachment» a Rousseff, pero reconoce que ese programa habitacional fue «emblemático», aunque «desigual», dependiendo del estado. Goiás se ha librado de la acuciante crisis económica del país gracias a su potente industria agropecuaria, pese a que ello no ha evitado una notable desigualdad. «Para ser rico en Brasil hay que ser cura o político», bromea Joao Viana, otro de los residentes de Emmanuelle. Un dicho que en los últimos meses se ha hecho eco entre los brasileños debido a la enorme desconfianza que sienten hacia la clase política, alimentada por la extendida corrupción.
Pero esa corrupción endémica y las bolsas de pobreza todavía existentes en Brasil no han sido el único detonante para que un 60% de la población apoye la destitución de Rousseff, según algunas encuestas, sino la pérdida de poder adquisitivo de una clase media acostumbrada a la bonanza económica de la década pasada.
La inflación se ha vuelto insoportable para ese sector de la población brasileña. «Trabajo 18 horas para ganar lo que antes conseguía con ocho», afirma Auri Decio, quien fue despedido de un despacho de abogados; tuvo que abandonar su carrera de Derecho por falta de dinero y ahora es conductor de Uber. Este joven de 29 años, que apenas llega a final de mes junto a su esposa con un sobreesfuerzo, blasfema contra los programas sociales de los gobiernos de Lula da Silva y de Rousseff: «Se acabó el papel de Robin Hood, brasileños somos todos. Es un engaño, llevo diez años apuntado a ‘‘Mi Casa, Mi Vida’’ y ni me han llamado».
Su padre, funcionario público, lleva una vida tranquila. Por eso, entre otros motivos, Auri siempre había votado y confiado en el Partido de los Trabajadores (PT), hasta las últimas elecciones, en las que Rousseff fue reelegida por un apretado 51% de votos. «Ahora ya no puedo pagar mi alquiler, todavía tengo deudas y me mato a trabajar. Necesitamos un cambio hacia donde sea», zanja. Como él, un 59,6% de las familias brasileñas posee deudas, según un estudio de la Confederación Nacional de Comercio de Bienes, Servicios y Turismo (CNC) de abril de este año, que no dista mucho del pico del 62% alcanzado en 2013.
Esa clase media endeudada sufre ahora las consecuencias de la inflación y vierte su desazón contra el sector más desfavorecido que se benefició de los programas sociales de los gobiernos petistas (del PT). «Gracias a Lula y Rousseff, mis hijas y nietas han podido estudiar», celebra Juciária Silveira, de Minas Gerais (centro), sobre la ley de cuotas para reservar ciertas plazas en las universidades para alumnos negros, indígenas y pobres, una de las iniciativas más ambiciosas de la ex presidenta promulgada en agosto de 2012 para combatir la desigualdad social. Aunque más de la mitad de los brasileños se consideran negros o mulatos, según el censo de 2010, los blancos perciben cerca del doble de ingresos de media. «Dilma ha acabado con la dictadura militar (1964-85) de facto», asevera efusiva esta mujer de 63 años, quejándose de que el nuevo Ejecutivo de Temer, por primera vez desde el final del régimen, no cuente con mujeres, ni tampoco negros.
La milagrosa apertura de acceso de la universidad brasileña contrasta con los impagos por parte del Gobierno en los últimos meses, según algunos docentes consultados. «Naturalmente, si apuestas por impulsar medidas sociales y de pronto surge una crisis a escala global, se producen dificultades en la caja y atrasos», reconoce a este diario el diputado del PT Paulo Pimenta, quien defiende que en el caso de los centros educativos tal desajuste no se ha producido. A pesar de esos subsidios, la recesión económica –3,8% del PIB el año pasado– ha golpeado especialmente a la población más vulnerable. En la estación de autobuses de Brasilia, Fabiana Diaz y Bruna Santos cargan en la puerta a sus pequeños Joao, de cuatro años, y Miguel, de uno. Son los llamados «hijos del Carnaval» porque se desconoce al padre. Ambas esperan reunir el dinero para volver con su familia a Salvador de Bahía (noreste). «Hemos viajado a Cuiabá en busca de trabajo y hemos venido hasta Brasilia para pedir alguna ayuda pública, pero nada. Llevamos cuatro años registrados para recibir una vivienda», cuenta Fabiana, manicurista, que se quedó sin trabajo hace unos meses. Desde que Rousseff inició su segundo mandato, en enero de 2015, se han perdido cerca de 1,8 millones de puestos de trabajo y la tasa de desempleo ha subido hasta 10,9% en el primer trimestre del año, según datos oficiales. Para el diputado petista Pimenta, ese retroceso se debe al «boicot parlamentario de la derecha».
El paro ha afectado sobre todo a los más jóvenes. Hyago Rodrigues culminó sus estudios de Ingeniería electrónica y vende chucherías en un quiosco. Aun así, apoya la gestión de Rousseff para «devolver la dignidad a los pobres de Brasil». Después de todo, el Gobierno de Lula subvencionó una parte de la vivienda de su familia a través del programa «Mi Casa, Mi Vida». Este joven de 24 años está convencido de que con Temer la clase pobre padecerá debido a los recortes sociales que ya han anticipado algunos de sus ministros. «La sociedad brasileña no está acostumbrada a hacer sacrificios. Un componente preocupante, sobre todo después de la era del PT en que el Estado maximizó su paternalismo y asistencialismo», afirma la senadora Vânia. Para la «madre de todos los brasileños», como la misma Rousseff se autodefinió, ya no sirve aquella expresión de su predecesor y guía, Lula da Silva: «Son privilegiados aquellos que pueden pagar el impuesto de la renta porque ganan un poco más». Cuando toca «engolir o sapo» (asistir a algo desagradable), como reza Joao sentado en una de las tablas de su casa, no hay refrán ni tampoco revolución que convenza. Tampoco Temer, como expresa su gesto fruncido, pero eso ya será otra página de la larga historia de Brasil.
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