Elecciones en Francia
Francia no es América
París no se pasa a los enemigos de la Unión Europea y de la globalización, pero el rechazo al euro sigue latiendo en el país
El principal mérito europeísta de Macron, aquel que le ha llevado al estrellato en el firmamento de las instituciones europeas, es haber vencido a Marine Le Pen y su propuesta anti Unión Europea. Ni es poco, ni tampoco es una evidencia en un país en el que el 46 % de los votantes, hace quince días, apoyaron programas que preconizaban la salida del euro y una renovada soberanía de Francia. Ante un panorama tan sombrío y con casi la mitad de los votantes del país –fundador de lo que hoy es la Unión Europea– en contra, Macron se ha movido entre la claridad en cuanto al gran diseño, y la imprecisión en las medidas más concretas. El gran proyecto está claro: Macron salva por ahora la posibilidad de que su país inicie alguna clase de «Frexit» impulsado por la ola populista. Francia no se pasa a los enemigos de la UE y de la globalización. Cumplirá los compromisos con sus socios y seguirá siendo una pieza central de la construcción de la Unión. Se aleja el peligro de una crisis monumental, que nos afectaba a todos. Eso le llevará a continuar la cooperación con Alemania, de la que se ha permitido criticar lo que considera el excesivo superávit. Lo ha hecho sin levantar la voz, muy «comme il faut» porque Macron es hombre correcto y bien educado, europeo tal como se entiende en las instituciones de la Unión. Sólo el habernos evitado a los europeos otro sujeto vociferante y mitinero resulta todo un éxito.
A partir de ahí empiezan las ambigüedades, de las que la principal es un concepto muy macroniano, según el cual Europa o la Unión es «una oportunidad para recuperar nuestra plena soberanía». Nadie sabe muy bien qué significa esto, aunque, de cumplirse la propuesta que hay detrás, en cada país de la Unión habrían de celebrarse a partir del próximo otoño unas «convenciones democráticas» de las que saldría una suerte de hoja de ruta, a cargo de cada uno de los gobiernos nacionales, para una puesta en claro de las prioridades de la Unión y un calendario para los próximos cinco o diez años. (Macron, como es natural, cuenta con cumplir sus dos mandatos en el Elíseo.)
La propuesta parece indicar que el líder de ¡En Marcha! es un nuevo soñador, de los muchos que hemos conocido en estos años de buenismo. Aun así, tal vez haya detrás una indicación distinta, que concretó en la BBC (ni más ni menos), cuando declaró que a menos de que se hicieran las reformas necesarias en la Unión, el «Frexit» podría no estar lejos. El europeísta sabe, por tanto, que la Unión necesita un impulso nuevo o una nueva dirección. Aquí tampoco el programa es muy preciso, aunque Macron ha criticado el «rigor» presupuestario, es decir las políticas de austeridad, al mismo tiempo que aspira a un control de las inversiones extranjeras en sectores estratégicos dentro de la UE y la capacidad de tomar medidas «antidumping». El liberal concede algunos puntos al proteccionismo y al colbertismo –gran tradición francesa de tiempos de un ministro de Luis XIV–, aunque sea subiendo un peldaño, hasta lo europeo.
Europeísta es también su insistencia en profundizar la cooperación en antiterrorismo a escala europea. Aquí Macron no piensa sólo en términos de seguridad: también lo hace, por lo menos así lo ha repetido, en términos de civilización, de civilización europea, que es lo que está en peligro. Por otra parte, el nuevo presidente ha hecho suyo el plan de 2015 de la Comisión para paliar la crisis de refugiados y afrontar el fantasma de la inmigración, con sus capítulos sobre control de fronteras exteriores y cooperación con los países menos desarrollados. En el capítulo de la demagogia más o menos social, la Europa de Macron promoverá una especie de programa Erasmus para todas las edades, incluidos los adultos en formación.
Macron sabe que en la Unión Europea cundirá el escepticismo hasta que no consiga una mayoría presidencial que le permita emprender las reformas que saquen a Francia del marasmo estructural en el que le han sumido el fracaso de la derecha, primero y luego de la izquierda. Su europeísmo depende, por tanto, de su voluntad y su capacidad reformista. La holgada victoria conseguida en la segunda vuelta le concede un amplio margen de maniobra para encarar una situación endiablada y, sobre todo, para superar el pesimismo que se ha apoderado de los franceses. Siempre los franceses han sido aficionados a protestar y a rezongar. En los últimos años, y a falta de reformas, este rasgo de carácter se ha mudado en pesimismo y ha acabado en una crisis de la identidad nacional, tan absurda y metafísica como la nuestra en el 98. Esperemos que no les dure tanto como a nosotros.
En el fondo del programa de Macron, aunque haya hablado poco de este asunto en la campaña electoral, estaba la promoción de la «soberanía europea». Es una combinación sorprendente, que va más allá de la «ciudadanía». La Unión que insinúa, sin embargo, esa «comunidad de destino» a la que hizo alusión en su primer discurso tras la victoria, tiene pocas posibilidades de prosperar si las elites francesas siguen encerradas en su maquiavelismo narcisista y sus compatriotas, asfixiados en la autocomplacencia. Si Macron logra reunir lo que se podría llamar una coalición de los optimistas y a partir de ahí una Unión más dispuesta a arriesgarse y con la que los ciudadanos se sientan identificados, el éxito puede ser histórico.
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