José María Marco
Un nuevo escenario para el proceso de paz
El reconocimiento de Jerusalén por EE UU supone que Trump piensa que la causa palestina ya no suscita el apoyo unánime entre los árabes
El reconocimiento de Jerusalén por EE UU supone que Trump piensa que la causa palestina ya no suscita el apoyo unánime entre los árabes.
Fue el rey David quien, según las Sagradas Escrituras, escogió Jerusalén como capital de Israel, su reino. Aquellos hechos datan de hace 1.000 años. Tras la destrucción del Segundo Templo en el año 70 de la Era Común, Israel fue borrado del mapa y desapareció la capitalidad de Jerusalén. Aun así, la Ciudad Santa nunca dejó de estar presente en el futuro del judaísmo, muy en particular cuando, después del exterminio por los nazis, los judíos recuperaron el territorio. La vuelta a Israel, y su fundación como Estado, era también la vuelta a Jerusalén porque, además de la santidad de la ciudad, Jerusalén significa lo que el nuevo judaísmo tenía de realidad política, innegociable a partir de ahí. La capitalidad de Jerusalén es la prueba y la garantía de que el pueblo judío está decidido a que no se repitan hechos como la «Shoah». Tel Aviv es, en más de un sentido, el reflejo de la realidad presente de Israel. Jerusalén, la capital política y espiritual del «Estado judío», es la prueba de la voluntad de Israel (del pueblo de Israel) de seguir siendo Historia. Jerusalén es el pasado, la legitimidad histórica de Israel, pero también su proyección en el tiempo venidero.
Claro que durante casi dos milenios Jerusalén fue adquiriendo nuevos significados. Por parte cristiana, por motivos obvios. Y por parte musulmana, por la continuidad que el Profeta estableció entre el islam y el judaísmo. La simbolizó la presencia mística de la ciudad en la vida y la doctrina de Mahoma, y, claro está, por el dominio musulmán de la ciudad –bajo diversas realidades políticas, eso sí– durante mucho tiempo.
Descartada cualquier ambición «cristiana» sobre la ciudad, el reconocimiento del nuevo Estado de Israel en 1947 trajo consigo un estatus especial para Jerusalén. La ciudad quedó «internacionalizada» bajo control de la ONU, aunque los enfrentamientos posteriores llevaron a la división de la ciudad (durante la cual de-saparecieron casi todos los edificios de culto judíos en la parte bajo mandato jordano) y al establecimiento de Jerusalén como capital del Estado de Israel en 1949. Tras la Guerra de los Seis Días, en 1967, los israelíes se hicieron con el control de la ciudad y en 1980 quedó proclamada la capitalidad «eterna» de la ciudad. La ONU no reconoció esta ley, llamada «ley de Jerusalén» y desde entonces las embajadas de los países extranjeros están situadas en Tel Aviv.
El traslado de la Embajada de Estados Unidos de su sede en la «capital nueva» a la «capital eterna» señala, por tanto, un cambio profundo en la situación internacional de Israel. No varía la posición oficial de Estados Unidos, que sigue considerando los dos Estados (israelí y palestino) como la solución viable para el conflicto. Tampoco varía la actitud de Estados Unidos ante las reclamaciones palestinas sobre Jerusalén Este, la parte de la ciudad donde se concentra la población palestina (320.000 frente a 211.000 judíos). Pero al dejar de seguir las recomendaciones de la ONU y romper la tradicional moratoria con la que la Administración norteamericana venía difiriendo desde 1995 el establecimiento de la Embajada en Jerusalén, el traslado abre una nueva situación.
La mudanza de la Embajada es fruto de una promesa electoral de Trump, recibida con particular alegría por sus votantes judíos y los evangélicos. No está del todo claro, sin embargo, por qué se cumple ahora. Es posible que, como se ha dicho, la Administración Trump piense que la causa palestina, por así decirlo dados los enfrentamientos que la dividen, ya no tiene el respaldo que durante muchas décadas ha venido teniendo en los países de mayoría musulmana. Es de suponer también que la Administración norteamericana está segura que los países árabes con los que ha tejido nuevas relaciones, en particular las monarquías del Golfo, no van a llegar a la ruptura. Si es así, el conflicto habría entrado en un nuevo ciclo. Es cierto que unificará a los palestinos y dará nuevos argumentos a los yihadistas y a las organizaciones terroristas como Hizbulá y Hamas, lo que traerá, muy probablemente, una oleada de violencia en la zona, también en el propio Israel. Ahora bien, también significará que los norteamericanos han tomado buena nota de que las ambigüedades, por muy bien intencionadas que estén, no sirven para avanzar en el proceso de paz. Si alguna virtud tiene es la de colocar a las fuerzas de la zona en presencia de una realidad sobre la que ya no cabe duda alguna. Ya no será posible seguir construyendo castillos en el aire sobre fantasías imposibles de llevar a la realidad.
Está por ver, claro está, si esta dosis de realismo no se convierte a su vez en una dosis redoblada de voluntarismo, algo muy común en Oriente Medio. En cualquier caso, señala una nueva estrategia que toma nota de los callejones sin salida a los que han conducido las anteriores. También indica que la Administración de Donald Trump no va a continuar la línea de retirada de la zona puesta en marcha por la de su predecesor Barack Obama. En cierto sentido, es una afirmación de optimismo y de confianza, muy trumpiana, en los líderes y las poblaciones de Oriente Medio.
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