Conciertos

Las mil y una máscaras de Bob Dylan

El cantante, de 75 años, ha publicado este siglo no menos de cuatro discos esenciales. Le han tildado de leyenda, icono, enigma, incluso de mesías o profeta. Pasarán los años y no nacerá otro igual

PROFETA. Del folk militante pasó al rock and roll cruzado con Rimbaud
PROFETA. Del folk militante pasó al rock and roll cruzado con Rimbaudlarazon

El cantante, de 75 años, ha publicado este siglo no menos de cuatro discos esenciales. Le han tildado de leyenda, icono, enigma, incluso de mesías o profeta. Pasarán los años y no nacerá otro igual

Bob Dylan cumplió 75 años el 24 de mayo con la insolencia del dios que, aburrido del Olimpo, juega a ser mortal. Un esparcimiento difícil de creer. Entre otras cosas porque nadie como él maneja los mecanos del arte, el supremo artificio de la impostura. Hubo una época en la que el rey de las máscaras probó otra fórmula para acercarse a nuestra condición perecedera: en los años ochenta, sobrepasado por la exuberancia de hombreras, cardados y sintetizadores, lució su improbable falibilidad mediante la publicación de un reguero de discos indefendibles. Con precisión quirúrgica eligió las peores de entre las canciones que había escrito y guardó joyas incandescentes, del calibre de «Blind Willie McTell», «Caribbean wind» y «Angelina», en el archivador de ocasiones perdidas. Para qué publicarlos, y arriesgarse a subir el nivel. Sería osado decir que Dylan ha celebrado el cumpleaños colocando su nuevo trabajo, «Fallen angels», el número 37 de su carrera, sin contar directos, entre los diez vendidos en EE UU. Los hitos mundanos, los honores, diplomas y premios le importan una higa. El dinero, imagino que no tanto. Tal y como prueba la inteligente diversificación de una fortuna cuyos royalties millonarios crecen sin pausa. Cada vez que alguien viene con la matraca de que fue la voz de la canción protesta él va y graba un anuncio para IBM o Chrysler. Lo explicó de forma memorable en su «Crónicas», su fascinante autobiografía: «Me ponía enfermo el modo en que subvertían mis letras y extrapolaban su significado a conflictos interesados, así como el hecho de que me hubieran proclamado el Gran Buda de la Revuelta, El Sumo Sacerdote de la Protesta, Zar de la Disidencia, Duque de la Desobediencia, Líder de los Gorrones, Káiser de la Apostasía, Arzobispo de la Anarquía, el Pez Gordo. ¿De qué demonios hablaban? (...) Tiempo después me endilgaron títulos anacrónicos diversos, menos comprometedores, aunque aparentemente más solemnes: leyenda, icono (...) cosas, así, pero no me molestaba. Eran calificativos anodinos e inocuos, fáciles de manejar. Profeta, mesías, salvador... ésos son más duros».

«Arriba y abajo»

Su vocación de perro verde, siempre a contracorriente, viene de lejos. En 1964, al poco de actuar como telonero de Martin Luther King durante la legendaria Marcha sobre Washington, recibió el premio Tom Paine del Comité de Emergencia de los Derechos Civiles. Delante de una asamblea de profesores liberales, activistas, poetas de izquierdas y señoras concienciadas el autor de «Blowin’n the wind» y «The times they are a changin» explicó que «para mí ya no hay blanco y negro, izquierda o derecha; sólo hay arriba y abajo, y abajo está muy cerca del suelo». Cuando quisieron alzarlo a hombros, transformado en santo laico, enchufó la guitarra a un gazpacho de anfetaminas y compuso «Like a Rolling Stone». Cuando abandonó el folk militante por el rock and roll cruzado con Rimbaud cometió una herejía; multiplicada posteriormente con dos discos de country, «John Wesley Harding» (1967) y «Nashville skyline», (1969) considerado entonces el arquetipo de la música reaccionaria por la vanguardia rock. Mientras el resto de la contracultura peregrinaba a Woodstock, él criaba allí a sus hijos y, acampado a años luz de la psicodelia, registró en un sótano viejas tonadas, entre el blues y un imaginario acervo popular tan antiguo como la tierra. Tampoco olvidó la fase de cristiano evangélico, del fabuloso «Slow train coming» al irregular «Shot of love» (1981). Creer que Dylan cultiva un programa político homologable a la izquierda, el centro o la derecha supone no entender nada. Lo imparable es su creatividad sin tregua. Un derroche de arte que, si bien ya no brota incontenible, todavía sabe cómo convocar al duende. Mientras la mayoría de sus pares circula amodorrado, incapaz de romperle los dientes al formato canción y entregar algo refrescante, o sea, con Paul McCartney, The Rolling Stones, Who, etc., refugiados en el plumón de la nostalgia, Dylan ha publicado este siglo no menos de cuatro discos esenciales. Una enciclopedia del cancionero americano que ahora expande con el homenaje a Sinatra y el swing de «Fallen angels» y su predecesor, «Shadows in the night» (2015). El tipo de música, facturada por compositores anónimos que él mismo enterró hace 50 años mediante la invocación de la primera persona, el látigo de la autoría, la herencia del blues y el folk y el cataclismo generacional del rock. Pasarán los siglos y no nacerá otro igual.