Barcelona
Call me Cahlo
La chapuza es una performance típicamente española, una deformación caricaturesca del trabajo, quizás la traslación del esperpento al plano de lo real. O puede que sólo sea otra atribución injusta de los eficaces propagandistas hispanófobos, minuciosamente debelados por la profesora María Elvira Roca, malagueña de El Borge e intelectual más certera que ha dado Andalucía desde Ángel Ganivet, en su imprescindible «Imperiofobia y leyenda negra» (Siruela). Chapucero, en suma, es un epíteto para consumo nacional y de complicada traducción a otros idiomas. No entenderán pues en el extranjero la naturaleza 100% celtíbera del circo que regenta en Cataluña Puigdemont, en adelante Cahlo, ya que se ha ganado a pulso la pronunciación meridional de su nombre. En Cádiz, le reprocharon su indecisión porque las comparsas tienen ya medio pasodoble «metío» y ahora no saben cómo rematarlo los letristas, mientras que en Sevilla alucinaban por haber pedido sesenta minutos de demora para decidir si ponía en la calle a la Hermandad del Santísimo Procés sin haber convocado un cabildo extraordinario de salida. Cahlo mantiene en un «ay» a media provincia de Huelva, que aún no sabe si piensa saltarse la reja de la independencia y el Museo Picasso de Málaga pregunta si debe cambiar los paneles con la biografía del pintor, toda vez que su traslado al extranjero habría de adelantarse a 1895, cuando su padre encontró trabajo en Barcelona. A ver cómo casa este desbarajuste con los cartesianos vecinos transpirenaicos, la fantasía artística de quienes miran desde la otra orilla del Mediterráneo o el racionalismo alemán, patrocinador de la emancipación de Eslovenia. Nada de eso: Cahlo es más español que una borrachera de anís y que un escaqueo a media mañana del viernes.
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