Corrupción política
La cacería
En los últimos días hemos asistido a la operación de acoso y derribo de Rita Barberá por abrirle el Tribunal Supremo una investigación sobre su implicación en un presunto caso de financiación irregular del PP en Valencia por presunto blanqueo de 1.000 euros. Todos los partidos y medios de comunicación se han lanzado a pedir su cabeza, su renuncia a su condición de senadora, y a descalificarla personal y políticamente como si fuera la cabecilla de una trama dedicada a extorsionar a empresas a cambio de financiar sus campañas para permanecer en el Ayuntamiento como alcaldesa.
No sorprende esta actitud en los partidos de oposición y en los medios de comunicación contrarios, que ven en este asunto una oportunidad de desgastar al Gobierno y al PP, y seguir alimentando la ola inquisitorial contra los políticos, que ha conseguido implantar la idea de que el PP es un partido consustancial a la corrupción. Sorprende más que a esa misma actitud se hayan sumado, con mayor entusiasmo, dirigentes del PP y medios de comunicación afines.
Esos mismos días se ha conocido la petición del Fiscal de pedir auto de procesamiento contra los ex presidentes Chaves y Griñán –ya imputados– por el desvío de más de 700 millones en los ERE de Andalucía. La presidenta de la Junta y miembros relevantes del partido han salido a defender la honorabilidad de ambos y su confianza en que serán absueltos, pues «no se han enriquecido».
Argumenta algún propio contra Rita Barberá que «no es ejemplar mantenerse en el escaño para disfrutar de una posición de aforamiento», como si los miembros del máximo tribunal penal de nuestro país, al que se llega después de una larga carrera judicial y seguramente por méritos, tuvieran peor criterio que los tribunales inferiores, o fueran a realizar su tarea de manera no objetiva y/o al margen de la ley, lo que, si así fuera, descalificaría por escandaloso a quienes no han hecho desde su posición en el Parlamento y en el Gobierno nada para evitarlo estando a su alcance, y siguen sin plantearlo.
La corrupción debe ser perseguida y sancionada cuando ha quedado demostrada judicialmente, pero es peligroso hacerlo antes sobre la base de meras investigaciones o informaciones policiales o de medios de comunicación. Igual que lo es establecer distinciones poniendo apellidos a las investigaciones o a las imputaciones, según se quiera defender, atacar o justificar al afectado, aunque no se haya demostrado enriquecimiento ilícito –como hasta el momento parece ser el caso de Rita Barberá–, o por el contrario se haya producido un perjuicio económico a las arcas públicas –como ha quedado acreditado en el caso de alguno de sus inquisidores–, que sin embargo se considera una cosa menor.
El editorial de El País escribía hace poco tiempo: «La opinión pública está agitada por informaciones poco contrastadas o incluso dirigidas. Se persigue con saña cualquier atisbo de delito, sospecha de corrupción, informaciones dudosas o sin confirmar. La persecución adopta maneras inquisitoriales. La presión de informaciones poco matizadas conduce al desprestigio social del aludido y complican la gestión jurídica imparcial de su caso. Se bordea el linchamiento moral con la contribución de algunos medios de comunicación».
Convendría predicar con el ejemplo. Que los partidos acordaran adoptar medidas en los casos en los que los tribunales hayan determinado la posible existencia de un delito con la apertura del juicio oral, sin avanzar una imputación interesada por razones partidistas aprovechando el mal funcionamiento de la policía judicial y los tribunales de justicia con filtraciones generalmente interesadas, y el escándalo en el que viven instalados gran parte de medios de comunicación, y que estos recuperasen el rigor y la responsabilidad para centrarse en los hechos consumados, evitando el linchamiento social y la condena pública precipitada e injusta que tanto daño hace a las personas, a las instituciones y a nuestro sistema democrático.
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