José María Marco
La efebocracia y el fin de las reformas
El cambio generacional rápido al frente de las más altas responsabilidades políticas es una tradición de nuestra democracia, fenómeno que nunca se ha producido en otro país europeo
En muy poco tiempo, la política española ha cambiado de protagonistas. Entre los líderes, apenas queda nadie de los que se llevaban los primeros planos hace algunos años. Pablo Iglesias, la superestrella de la nueva hornada, nació en 1978, Albert Rivera es del 79, Inés Arrimadas del 81, Íñigo Errejón del 83 y Carolina Bescansa de 1971. En el caso de los partidos tradicionales, Soraya Sáenz de Santamaría nació en 1971 y lidera, aunque sea con matices, un grupo de gente joven entre los que están Pablo Casado (1981), Javier Maroto (1972) o Isabel Bonig (1970). En el PSOE, Pedro Sánchez (1972) se va asentando como líder de un nuevo grupo, en competencia con Susana Díaz (1977). Entre los aspirantes al selecto grupo de efebócratas también está Alberto Garzón, nacido en 1985.
Estos rostros nuevos responden a una situación inédita. En estos años han irrumpido con fuerza dos nuevos partidos nacionales, con gente joven a la cabeza. El relevo también se está consolidando en el PSOE y ya se había producido en el PP. Es este un caso particular, con el veterano Mariano Rajoy orquestando los cambios y, como era de esperar, con problemas específicos. Uno de ellos, tal vez, es que llegó demasiado pronto.
El cambio generacional rápido al frente de las más altas responsabilidades políticas es una tradición de nuestra democracia. La vida política española parece requerir gente joven al frente de los partidos. José María Aznar llegó al poder en 1996, con 43 años. Felipe González alcanzó el gobierno en 1982, con 40 años. Adolfo Suárez llegó a la Presidencia con 44 años. Por si fuera poco, los dos primeros refundaron sus partidos siendo ambos muy jóvenes. Suárez lo creó de nuevas. Para entender el fenómeno, conviene tener en cuenta el trasfondo de la Transición y la necesidad de acabar con una dictadura convertida en una gerontocracia. La renovación parece haberse convertido en un hábito. Sólo Aznar lo contrarió y al elegir a Rajoy de sucesor, intentó que no se abrasara otra vez una generación entera, la suya propia.
Por otro lado, la crisis económica volvió a traer a primer plano ilusiones, prejuicios y predisposiciones sentimentales como las que han acompañado a los españoles a lo largo del último siglo. Se resumen en una frase: las crisis son la ocasión de reformular de arriba abajo el «régimen». Es lo que en estos años se ha llamado «segunda» Transición, reforma de la Constitución o refundación de España... Por pura lógica, es necesaria una renovación del personal dirigente, que es la forma en que se visualiza la «regeneración». El cambio en la Corona viene a simbolizarlo todo. Más que en la continuidad de la institución y de la nación que simboliza, se ha puesto el acento en la renovación. Al nuevo Rey, nacido en 1968 y ya con cierta veteranía a sus espaldas, se le pone así al frente de la renovación generacional.
En el resto de los países europeos, sobre todo en las democracias consolidadas después de la Segunda Guerra Mundial, los relevos no suelen ser tan profundos ni tan sistemáticos. Y aunque se den saltos generacionales, no se ha producido otro fenómeno, relacionado con el anterior, al que estamos asistiendo en España y que no tiene precedentes en nuestro país. En las últimas elecciones, los jóvenes se han decidido por opciones nuevas, que al parecer parecen considerar propias. Abandonan a los partidos tradicionales, PP, PSOE e IU, que no perciben ya como representativas. Los eslóganes inequívocos del 15M se han hecho realidad.
Por muy española que resulte esta dinámica, no es un caso único. También está arrasando en Estados Unidos. Allí los jóvenes respaldan mayoritariamente la candidatura de Bernie Sanders y han abandonado a Hillary Clinton, que encarna como nadie la élite del partido, la «casta». Sanders no es el candidato de un partido nuevo, pero sí representa nuevas aspiraciones. Tiene algún parecido con el casoManuela Carmena, y los dos se pueden relacionar con los casos de Mitterrand y Tierno Galván. Sanders y Carmena son personas mayores con las que muchos jóvenes se identifican, quizás por considerarlos algo así como los «textos vivos» de una utopía que en la escuela y la universidad les han enseñado a echar de menos. Tal vez los abuelos representen la negación del principio de realidad. La presencia de estos veteranos la otra cara de las hordas juveniles dispuestas al asalto al poder. Las dos negarían la dureza del mundo adulto, allí donde cada acto, cada decisión se paga a precio de oro. (Algún día sabremos si el cinismo de los nuevos veteranos llega hasta donde alcanzaba el de Tierno y Mitterrand.)
En cuanto a los contenidos y las propuestas programáticas que tanta adhesión juvenil concitan, lo que mueve a estos jóvenes no es precisamente un amor irreprimible a la libertad y a la autonomía. Al revés, los derechos que consideran inalienables se traducen siempre en más intervención estatal, más seguridad, más regulación, más protección y más presencia del gobierno. La crisis, efectivamente, ha destrozado cualquier programa de estabilidad. Quienes conocimos el mundo antes de la euforia de entre 1996 y 2008 (es decir, quienes crecimos y vivimos en la crisis permanente, desde 1973) estábamos algo más preparados para lo que se desencadenó en 2008. No así esta generación, que además protagoniza una revolución tecnológica que ha cambiado el mundo de arriba abajo y la invita a considerarse única. Tal vez por eso sólo se reconoce en los «suyos» y la protesta radical lleva aparejada una dosis más alta de narcisismo. Es probable que también lo hayan heredado de sus maestros y profesores a los que los «combates» del 68 inocularon el elixir milagroso de la eterna juventud.
La crisis que empezó en 2008 plantea retos nuevos, inéditos hasta aquí, y los jóvenes los están viviendo de forma contradictoria. La globalización, que abrazan con entusiasmo cuando se trata de diversidad y comunicación, les lleva a competir directamente con los jóvenes de todo el planeta. Se enfrentan por tanto a exigencias inéditas en cuanto a la preparación y a la organización del trabajo y del mercado laboral, que habrá de tener en cuenta la velocidad de los cambios. La revolución tecnológica, que también suscita grandes euforias, va a dejar sin trabajo a muchos millones de jóvenes, y no sólo a trabajadores poco cualificados. Es previsible que una superélite global acapare buena parte de la prosperidad y las decisiones. Y los avances biológicos y médicos les ponen sobre los hombros la tarea de devolver a los mayores, durante mucho tiempo, lo que ellos mismos han recibido. Tampoco está claro que las identidades precarias y fragmentadas propias de la postmodernidad sean una fuente de felicidad...
Así que muchos jóvenes han dejado de intentar articular soluciones políticas reformistas capaces de encauzar y ordenar el cambio. En vez de eso, están dispuestos a abrazar y apoyar aquellas propuestas que les permiten huir de una realidad dura y les prometen la vuelta –imposible- a una cierta estabilidad. Por el momento, la irrupción de los jóvenes en política, tan revolucionaria en apariencia, ha traído el final del breve ciclo reformista que habíamos vivido en los últimos cuatro años. El único partido que mantiene, ya en minoría, el impulso de las reformas es aquel en el que el cambio generacional no ha estado del todo reñido con la continuidad.
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