José María Marco
La izquierda feliz
Durante mucho tiempo, lo propio de la izquierda fue la felicidad. La izquierda ocupaba el escenario entero, expulsaba a las tinieblas exteriores a todos aquellos (y aquellas) que no lo eran y reinaba como un monarca absoluto en un mundo en el que no había alternativas: quien no era de los nuestros no existía. Es cierto que, como suele decir una persona amiga mía, siempre tiene que haber alguien feliz para que los demás podamos reírnos. Aun así, y por mucho que nos hayamos divertido con aquella perfecta buena conciencia, la felicidad suprema resultaba, a ratos, asfixiante.
Por desgracia, las cosas han cambiado. La izquierda nunca tuvo el monopolio de la reflexión, claro está, pero tenía el de la difusión y el del gusto. Ahora, en cambio, se ha abierto paso una opinión pública multiforme y variopinta, muy lejos de la homogénea diversidad chic en la que la izquierda se reconocía. Esa opinión no encuentra ningún motivo para seguir acatando las antiguas verdades, es decir las antiguas mentiras. La competencia estética e ideológica, también vital, ha arruinado aquel mundo autocomplaciente. La izquierda no ha encontrado todavía la forma de reformarse. Probablemente no la hay y eso ayuda a entender su depresión actual. (La derecha, por su parte, desconoce lo que es la buena conciencia y sabe que, de partida, tiene ganada la infelicidad. Por eso está mejor preparada para los nuevos tiempos.)
Sobreviven, aun así, grandes zonas aferradas al antiguo mundo. Y en parte han encontrado su expresión en los movimientos populistas, en nuestro caso Podemos y grupos afines. De ahí su carácter eternamente adolescente: lo que antes podía pasar por una actitud adulta, ahora aparece como una inmadurez flagrante, empeñada en vivir fuera de la realidad. Por eso, y por mucho que se atribuya a la crisis el origen de estas pulsiones, habría que buscarlo más bien en la opulencia de nuestras sociedades. Somos tan ricos que una parte de la población, que nunca ha tenido que trabajar en serio y jamás ha tenido ni –previsiblemente– tendrá nunca ninguna responsabilidad, puede permitirse vivir en una perpetua fantasía. De hecho, lo peor que les podría ocurrir es que sus sueños se cumplieran. De ahí la paradoja de que, cuanto mejor funcionen las cosas, mejor les va a quienes siguen soñando con acabar con el sistema.
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