José Luis Requero
Mejor regenerar
Antes, cada 6 de diciembre, se alababa a la Constitución. Este año se ha palpado la idea de fin de ciclo histórico y la necesidad de la reforma constitucional como terapia para todos los males, tanto políticos como territoriales. De fondo, el rumor del desafecto ciudadano.
No diré que no deba reformarse, es más, siempre será mejor que acudir a su «relectura». Como norma que es, una cosa es interpretarla y otra ir a relecturas que soslayen las rigideces del proceso de reforma. Asumiría así el Tribunal Constitucional una responsabilidad que la Constitución atribuye a ciudadanos, a partidos y grupos parlamentarios, verdaderos protagonistas de un proceso de reforma.
Las materias reformables no son muchas, pero sí de gran calado. En lo territorial se plantea vestir a España con un traje federal y soy escéptico de que con esto se lograse el «encaje» de Cataluña en España. ¿Acaso puede satisfacer un Estado federal a quienes, sin ambigüedades, no se consideran españoles y quieren la independencia?, ¿de qué serviría?, ¿para que algunos partidos no pierdan ese caladero de votos? Y añádase la duda sobre la viabilidad de un Estado federal: si el de las autonomías ya es de difícil sostenibilidad económica pensemos qué significaría el federal.
Supongamos que esa reforma la aceptan los independentistas: eso sí que sería inquietante. Mucho me temo que un sistema federal acabaría siendo una solución intermedia, es decir, la peor. Cataluña –la cito porque es quien centra el debate– obtendría un estatus de cuasindependencia, vinculada a España sólo por el interesado hilo de su condición de Estado federado, lo que evitaría su salida de la Unión Europea, aparte de contar con el colchón financiero del Estado. Quizás no tenga buena prensa, pero una reforma constitucional en lo territorial debería ser para aclarar el reparto de competencias Estado-autonomías, fuente de conflictos, inseguridad y duplicidades, y con el actual panorama de la economía mundial, para fortalecer al Estado, no para debilitarlo.
Pero una España federal traería otros desasosiegos. Es el caso de la Justicia, un bocado apetecido de siempre por los antes nacionalistas, hoy independentistas. Ahora el Poder Judicial es único y del Estado, pero en un sistema federal cada Estado federado tendría su propia Justicia. Pregunto: si las autonomías hubiesen podido organizar su sistema judicial, seleccionar a sus jueces y fiscales con el aliño de su policía, su inspección tributaria y laboral, etc. ¿se habrían descubierto y, además, investigado los casos de corrupción que han aflorado en Andalucía, Baleares, Cataluña, Madrid o Valencia?, ¿volveríamos a la versión siglo XXI de la decimonónica España caciquil?
Además entre los reformistas algunos se animan y llenan el carrito reformador a golpe de unas ocurrencias que tendrán su recorrido en declaraciones improvisadas, pero que no valen como material para una reforma constitucional. Un ejemplo es que el partido que constitucionalizó la estabilidad presupuestaria quiera ahora «desconstitucionalizarla» o que la capitalidad de España sea compartida; o constitucionalizar derechos inspirados en la ideología de género.
Fuera de las Autonomías –de creación patria– la Constitución de 1978 obedecía a un guión: Estado de Derecho, separación de Poderes, reconocimiento y garantía de derechos y libertades fundamentales; en definitiva, se aprobó una Constitución homologable a las de otras democracias occidentales. No fue fruto de ocurrencias. Además, la idea de la reforma constitucional llega en el peor momento. En 1978 había un estado de necesidad y consenso; hoy el estado es de alarma y sin consenso. Más un país soliviantado, fuerzas destructivas en alza y entre los partidos mayoritarios, uno que funciona a golpe de ocurrencias y otro sin saber para dónde tirar. Y en el horizonte un futuro parlamento probablemente atomizado y quizás radicalizado.
Sin consenso es mejor, sería una sincera y palpable política de regeneración de lo que ahora hay. Es lo más urgente, eso y salvar a la clase media, presupuesto de toda democracia. El riesgo es ir a una reforma territorial pensada para satisfacer aspiraciones de élites políticas regionales, no para los ciudadanos. A esto añado el riesgo de una reforma que no regenerase el Estado y sus instituciones, que no alejase la partitocracia, que blindase a las fuerzas mayoritarias adueñadas del sistema constitucional, no sometidas a él. Una reforma lampedusiana sería la puntilla.
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