Alfonso Ussía
No es su culpa
Leo que el cantante Enrique Iglesias ha hecho el indio en Santander. Eso, que inició su actuación con treinta minutos de retraso, que no cumplió con el repertorio impreso en el programa, que abandonó el escenario inesperadamente, y que el público, expectante ante la reaparición del muchacho en el escenario, aguardó durante unos minutos hasta que surgieron los operarios para principiar el desmontaje del tinglado. Se le ha exigido la devolución del dinero y le han llamado atracador. No es su culpa. La culpa la tienen quienes, a estas alturas de la vida y sus circunstancias, se mueven ilusionados para asistir a un recital, o una gala, o una actuación, o un concierto, o como esté de moda denominarlo, de Enrique Iglesias. Para colmo, en la noche santanderina no estuvo muy afortunado en la colocación de los labios cuando hacía que cantaba, que no cantó. El «play back» y el intérprete actuaron cada uno por su cuenta.
En mi vida he cometido fallos clamorosos. Jamás he asistido a un pase de modelos, ni a un sorteo de la Lotería Nacional, ni a una manifestación sindical del 1 de mayo, ni a un concierto estival y multitudinario de Enrique Iglesias. Creo que se aprende de todo y la experiencia se enriquece, pero he resignado la posibilidad de adquirir más experiencias. Por otra parte, resulta de dudosa coherencia, acudir a la actuación de un cantante del que no he oído jamás canción alguna. No es de mi estilo. En mi lejana juventud sí vibré con Sylvie Vartan, Jacques Brel, Gilbert Becaud, Doménico Modugno, Hervé Vilard, Jorge Cafrune y Los Chalchaleros. Y no me perdí ni una actuación en Madrid o en el sur de Francia –cuando coincidía con una noche de agosto o septiembre–, del Ballet Moisseiv o el Coro del Ejército Rojo.
Me topé en Comillas con tres amigas que acudían en un taxi a Santander a disfrutar de las canciones que no cantó en vivo Enrique Iglesias. Y volví a verlas al día siguiente. «Una estafa», me dijeron. Discrepo. La estafa se produce cuando se espera un recital auténtico, profesional, y respetuoso con el público, y nada de eso sucede. Y hoy en día, no sólo el chico de los Iglesias, algunos cantantes han puesto de moda mover la boca ante un micrófono cerrado con el fin de entusiasmar a los ingenuos, que gritan de pasión con los gestos y los movimientos, que esos sí, según me han contado, se sucedieron con frecuencia en el churro santanderino.
No critico la ingenuidad. Y tampoco el gusto de los que gustan oír a Enrique Iglesias, cuyo nivel de cursilería –valoración subjetiva–, supera incluso al de su padre, que cuando actúa en público no decepciona, porque canta. Y si canta lo que decenas de miles de asistentes esperan oír, el éxito está asegurado y la estafa no aparece por ninguna parte. No voy a los conciertos de Julio Iglesias porque me aburre hacerlo, pero este tipo ha sido el creador de la saga, un triunfador indiscutible y un profesional como la copa de un pino. No es comparable a su hijo, y menos aún, a su segundo hijo, que nadie sabe a qué se dedica cuando intenta hacer ver que está cantando.
El montañés es pacífico y seco. Pero no olvida. No disfruta cuando se ríen de él. Intuyo que Santander se ha convertido en plaza cerrada para el futuro del chico mayor de Julio Iglesias. Si viene el padre, la cosa cambiaría, y no llenaría el Sardinero, sino toda la explanada de las caballerizas del Palacio de La Magdalena. Jamás ha decepcionado. Los que han acudido a oírle y pagado por verlo sobre un escenario lo han hecho por convencimiento. Pero lo de este chico no me ha sentado bien. Hacerle un feo de esa estofilla a miles de montañeses y visitantes no ilumina su prestigio. De ser él, actuaría gratis de nuevo en Santander, con el micro abierto, el «play back» en el hotel, parecidos gestos y similares movimientos. Por vergüenza torera.
De lo que hay que escribir para no hacerlo de los insufribles separatistas catalanes, que me tienen hasta el gorro. De lo que hay que escribir, mi buen Santo Toribio.
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