José María Marco
Toros y postmodernidad
La mentalidad postmoderna reúne una sensibilidad exacerbada, que desborda lo puramente humano, y una idea de los derechos según la cual participa de ellos cualquier criatura, incluidas aquellas que carecen de vida, como las rocas, los océanos y los cuerpos celestes. Hemos entrado así en un mundo bañado de un nuevo panteísmo hipersensible, que lleva a la gente a sentirse tan identificada –o más– con el perro Excalibur que con los asesinados en un atentado terrorista en Bagdad. Al fin y al cabo, estos son seres racionales, y por tanto menos dignos de nuestra empatía.
Al mismo tiempo, la realidad ha perdido buena parte del significado que tenía hasta aquí. Esto se percibe en la irrelevancia del arte moderno, que se empeña en frivolizar, hasta hacerla incomprensible, la voluntad de trascendencia que era lo propio del arte clásico. Basta asistir a la representación teatral de un clásico para darse cuenta de lo que ha ocurrido.
Todo esto contribuye a explicar el alejamiento de mucha gente de esa forma de expresión artística que son los toros. Es algo respetable, claro está, aunque también plantea problemas. Uno de ellos es el especial fanatismo, tan saturado de buena conciencia, propio de la postmodernidad, que no admite la presencia de aquello que su obsesión estética no es capaz de limar y asimilar. Los toros, en los que la belleza es inseparable de la puesta en juego de la vida, resultan inasequibles a este proyecto. También está el fanatismo del activismo ecologista –en este punto todo el mundo tiene vocación de activista–, con su gusto por la anulación de lo individual en la anomia colectivista. Nada más contrario a esa deriva que los toros, con su exaltación de la autoridad de la persona (humana) y la dignificación individual del animal. Se podrá gustar o no de la «fiesta», el caso es que no hay forma de rebajar su seriedad.
A todo esto se añade que los toros son un símbolo español, y no de cualquier concepto de España, sino de la España grande, la que quiso hacer de su país algo que iba más allá de sus fronteras naturales, desde el sur de Francia hasta América y el norte de África. Todo lo anterior cobra así una dimensión política, atractiva porque reduce cuestiones complejas a clichés propagandísticos. Es agradable dejarse llevar por aquello que nos asegura que no heredamos nada, que no somos responsables de nada, que nada de lo que hacemos tiene consecuencias irreparables.
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