José María Marco
Una religión no política
Desde el primer momento, la adoración de los Magos, en el Evangelio de san Mateo, plantea un problema político. Herodes el Grande, rey de Judea, ve en el «rey de los judíos» cuyo nacimiento le anuncian los Magos una amenaza.
Los Magos le hablan de Belén, cuna del rey David, patria adoptiva de Ruth y, según la profecía, lugar de nacimiento del futuro redentor, el Mesías del pueblo de Israel. El niño queda así situado en el linaje de David, ante cuya legitimidad la de Herodes, que no era de familia hebrea, palidecía un poco. La profecía añade además, ominosamente, la alusión a otra tradición, la de la ciudad humilde, la menor de las poblaciones de Judá, opuesta a las ciudades del poder, como Jerusalén cuya gloria Herodes había exaltado con el grandioso Segundo Templo. Así se llega a la matanza de los niños menores de dos años, digna de la crueldad y la paranoia de Herodes, perceptibles hoy en día en las ruinas de Herodión.
Habiendo sido nombrado «rey de los judíos» por el senado romano, la menor de las preocupaciones de Herodes es lo que ese título, ajeno a la tradición judía, indicaba, además de lo obvio. Y es que al ser reconocido como tal por unos magos extranjeros, venidos de Oriente, tal vez de Persia, el título insinuaba la vocación universal del Mesías de Israel. Así se anuncia la proclamación fundamental del futuro Jesucristo, la del reino o reinado de Dios y con él el establecimiento de una era nueva que abre la alianza del Señor con su pueblo a toda la humanidad.
Además de gentiles, los Magos son sabios y saben interpretar los signos de la naturaleza, una estrella en este caso. Ante el Mesías de la nueva humanidad, se prosternan por tanto el saber, la ciencia y, como indicó Benedicto XVI, las religiones previas. El viaje de los Magos es el eterno recorrer de la inteligencia y el espíritu humano en busca de la verdad última que vino al mundo hace dos mil años, reinando Herodes en Judea. No es de extrañar que la tradición cristiana hiciera de los Magos tres Reyes. El mundo entero reconocía así el reino de Dios recién nacido que abría una brecha inaudita, y escandalosa, entre la religión y la política.
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