El desafío independentista
Amenaza separatista a la economía española y la estabilidad europea
Una de las falacias que de manera más irracional han sostenido los dirigentes de la Generalitat es la de no tener en cuenta el efecto más inmediato de una declaración de independencia: negar la fuga de empresas por la indefensión jurídica en la que se iban a encontrar después de que Cataluña fuese obligada a abandonar la Unión Europea, o el temor de los ahorradores y bancos al quedar fuera del paraguas del Banco Central Europeo. Siempre dijeron que su plan de secesión no se vería afectado, que Europa no podía prescindir de Cataluña y que los mercados volverían a financiarle, a pesar de su valoración de «bono basura», siguiendo siempre un guión entre fantástico y fanáticamente manipulador. Como estamos comprobando estos días, la realidad es otra muy diferente: el riesgo de recesión y de «aguda desaceleración», tal y como lo expresó ayer tras el Consejo de Ministros la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. El Ejecutivo se vio obligado a prorrogar los Presupuestos al no contar con el apoyo necesario del PNV «hasta que no se solucione la cuestión catalana». El Gobierno ha buscado la consolidación del crecimiento económico, de la creación de empleo y la reducción del déficit público, pero si el objetivo de este último se mantenía en el 2,2%, ahora ya se admite que será muy complicado de cumplir y así se le presentará a Bruselas el próximo lunes en el plan presupuestario. Estábamos advertidos de estas consecuencias, que ya fueron adelantadas por el FMI –«las perspectivas para la economía española son buenas, pero si la tensión y la incertidumbre sobre Cataluña se mantienen, la confianza y la inversión se podrían ver dañadas»– o la agencia Standard & Poor’s –que mantiene la calificación de España, aunque no descarta su deterioro–, sumándose así al criterio del Banco de España. En el independentismo existe el criterio de forzar la inestabilidad económica para implicar a la UE en la crisis, estrategia que tiene un riesgo de provocar consecuencias irreversibles. Desde el pasado 1 de octubre, un total de 540 empresas han dejado Cataluña y se han instalado en diferentes puntos de España –212 lo oficializaron el día antes de la declaración de Puigdemont en el Parlament–, según datos del Colegio de Registradores de España. Los instigadores de esta estrategia no deberían olvidar que cuanto más dure la inseguridad jurídica, más firmas se sumarán a este éxodo y que aquellas que se han ido difícilmente regresarán, como también ocurrió en Quebec entre 1980 y 1995 durante los dos referéndums. No basta decir, como así apuntó irresponsablemente Oriol Junqueras, que la marcha de estas empresas y bancos no tiene consecuencias económicas porque el Impuesto de Sociedades ya lo cobra la Agencia Tributaria estatal, porque los efectos en el prestigio de la economía catalana serán devastadores. Lo están siendo. No sólo se pierde la posibilidad de que Barcelona sea una importante plaza financiera tras la marcha de CaixaBank y Sabadell, sino que ya empieza a notarse en aspectos no menores, como la caída de un 30% de las reservas hoteleras por la inestabilidad política que ha rebajado las pocas opciones de optar a la sede de la Agencia Europea del Medicamento. Si España entra en recesión, afectará a la UE. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, se mostró contrario a la independencia de Cataluña porque esta posibilidad acabaría con el proyecto común y sería un retroceso hacia un continente de 98 estados basados en diferencias culturales o lingüísticas. Sería el final de la Europa de los ciudadanos.
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