Elecciones catalanas
Editorial: Una participación masiva para el cambio en Cataluña
El Parlament declaró la independencia de Cataluña el pasado 27 de octubre en una cámara semivacía, por 70 votos de un total de 135 escaños emitidos secretamente. Con este acto, realizado sin el menor decoro y legitimidad, los dirigentes independentistas situaron a Cataluña en la ilegalidad. De esta encrucijada –inédita en cualquier país europeo democrático– la única solución sólo podía pasar por la restitución de la ley, lo que justificaba la intervención de la Generalitat siguiendo el mandato constitucional, y el desbloqueo político de esta situación. Para ello, y en aplicación del artículo 155, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, convocó elecciones la misma tarde en que fue declarada la secesión. El entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, animado por la mayoría de su partido –y de su oscuro «estado mayor»–, ERC, la CUP, además de las organizaciones movilizadoras ANC y Òmnium, se negó a concurrir en las urnas y apostó por el enfrentamiento con el Estado, con las desastrosas consecuencias penales ya conocidas. Las elecciones que se celebrarán mañana, por lo tanto, tienen la función de desbloquear una situación política condenada al deterioro de la vida económica y social: más de 3.000 empresas dejando Cataluña y una gran fractura en la convivencia.
Si el «proceso» ha dejado algo positivo en el camino es la toma de conciencia social ante una ataque tan flagrante y deliberado a nuestras instituciones democráticas, que creíamos a salvo. Hasta ahora no habíamos asistido a la aplicación de un plan tan premeditado para abolir la Constitución, el Estatut y toda la legalidad vigentes como lo sucedido en el Parlament con la aprobación de la Ley de Transitoriedad y los planes secretos descubiertos por la investigación judicial. El llamado bloque constitucional ha sido el resultado de este asalto perpetrado por el independentismo y la constatación de que era necesaria una actitud activa en la defensa del estado de Derecho, una línea divisoria con la que no quedara margen de duda de que el plan independentista no podía salir adelante. Si bien nuestra democracia no es militante y acepta que la Constitución también ampare a los que quieren acabar con ella –y así se vuelve a ver en los programas de los partidos independentistas que concurren a las elecciones–, el «proceso» ha dejado claro que estábamos ante un verdadero golpe contra la legalidad y que debía ser parado. Los constitucionalistas –Cs, PSC y PP– rozan la mayoría absoluta, incluso la candidata Inés Arrimadas se sitúa como la más votada, por encima de ERC, el partido favorito hasta hace poco, algo que de alcanzarse marcaría un antes y un después en la política catalana de los últimos cuarenta años y acabaría con los planes del independentismo y su programa de forzar la realidad social y política de Cataluña –aunque vuelva a demostrar que no puede restringirse al ideario nacionalista, que es más abierta y plural que lo imaginado por los separatistas– hasta llevarla a un estado segregacionista dividido entre buenos y malos catalanes.
Los tres partidos constitucionalistas tienen en común un mismo sentido integrador de la nación española, la defensa de las instituciones de autogobierno catalanas y su europeísmo. En estos momentos debe primar el sentido de Estado y la responsabilidad cívica. Son legítimas las aspiraciones del líder socialista Miquel Iceta de convertirse en presidente de la Generalitat, aún no alcanzando la mayoría de los votos –incluso siendo la cuarta fuerza–, pero debe mantener ante todo su compromiso constitucional y rechazar el tripartito con ERC y CC-Podem. El PSC no debe vetar a Cs y el PP, dos partidos que, cada uno desde su posición, han defendido la legalidad y un modelo de Cataluña abierto y tolerante, si así se lo exige el partido de Colau e Iglesias.
La realidad es que el cambio es posible, que cambiar el gobierno de la Generalitat no es sólo una cuestión de alternar el color político, sino de romper una hegemonía nacionalista asfixiante que ha agotado su proyecto. Ya sabemos que alcanzar la independencia suponía acabar con el estado de Derecho, subvertir la legalidad y romper la convivencia cívica. Cataluña no puede estar sometida de nuevo a una legislatura dedicada exclusivamente al «proceso», de ahí la necesidad de un gobierno constitucional centrado en reconstruir las instituciones, su neutralidad y eficiencia; en recuperar la confianza en la economía y volver a un espacio público común sin la apropiación que ha hecho el aparato nacionalista. Todas las previsiones indican que habrá un voto masivo, en la línea de la tendencia marcada desde 2010, que se situaba en 59% de participación y en las elecciones de 2015 alcanzó el 77%. Es la hora del cambio en Cataluña.
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