Nacionalismo
El Estado debe prepararse para la guerra sucia del separatismo
El pasado viernes el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, marcó un camino de no retorno en su embestida contra la democracia con el anuncio de convocar el referéndum sobre la independencia de Cataluña para el 1 de octubre. Ayer, el frente secesionista organizó una movilización en Barcelona, un primer acto de fuerza que sirviera poco menos que de espaldarazo a lo que está por llegar en los próximos meses. Convocado por las entidades soberanistas, contó con el ex jugador y actual entrenador Pep Guardiola como portavoz de un manifiesto que desnudó las vergüenzas de la propia casta separatista y su desprecio por la verdad y por la gente. Guardiola puso voz a una soflama convertida en un atentado a la inteligencia, además de un instrumento propagandístico para criminalizar a España y a los españoles. Sin rubor ni pudor, Guardiola dijo que España es «un Estado autoritario» que practica «la persecución política» y pidió ayuda «a la comunidad internacional» para hacerle frente. Apeló a «todos los demócratas de Europa y del mundo» a estar a su lado «en la defensa de los derechos amenazados en Cataluña». Denunció una conspiración para hundir la sanidad y se refirió a «unidades de la policía política que elaboran pruebas falsas» contra sus dirigentes, además de atribuir la corrupción del 3% a las «presiones de la Fiscalía y la policía judicial». Un discurso extremista y conspiranoico propio de los sectores más fanatizados de ese mundo. Más allá de que el separatismo pusiera toda la carne en el asador, con la movilización de decenas de autobuses y que lograra una concentración aproximadamente de un tercio de la gente que abarrotó las gradas del circuito de Cataluña a esa misma hora para disfrutar con el Mundial de Motociclismo, se encuentra un movimiento mentiroso y despótico como pocos que ha entrado en la deriva declinante, pero enormemente peligrosa para la convivencia. Que absolutistas de la secesión definieran al Estado que ha contenido la quiebra de Cataluña y ha preservados los servicios públicos poco menos que como su verdugo es inmoral y desalmado. Una mentira mil veces repetida no se convierte en verdad. Guardiola, como el resto de los prohombres del independentismo, debe saber que no basta con definirse como demócrata, presumir de serlo, sonreír o hablar como uno de ellos. ¿Qué tiene de demócrata un régimen que divide a sus conciudadanos entre buenos y malos, señala entre el silencio cómplice a los líderes de la oposición, amenaza a los funcionarios, coacciona a los tribunales con «aquelarres» a sus puertas, reprime los derechos de los castellanohablantes, desactiva la capacidad de control del Parlament, articula procedimientos contrarios a los usos legislativos para imponer sus designios, ningunea a los letrados de la Cámara, silencia incluso a su Consejo de Garantías y descompone en suma todos los equilibrios que convierte un sistema en liberal y derecho? La respuesta es sencilla. Tanto como el rechazo de la comunidad internacional –salvo Nicolás Maduro–, que se ha hartado de remitir a los independentistas a la Constitución. Que atribuyan también los polvos y los lodos de la Cataluña separatista, la corrupción nacionalista, a una conspiración española desborda lo patético. Superado el punto de no retorno en este pulso sedicioso, el Estado debe prepararse para enfrentar una campaña sucia del independentismo y una amenaza creíble. Tendrá que responder con los instrumentos de que dispone, garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos y reponer los derechos que puedan ser hurtados. Es su deber.
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