El desafío independentista
El secuestro de la calle
Nada hay más nocivo para las democracias que dejarse impresionar por los grandes movimientos de masas, por más plásticos que estos resulten, con los que se pretende sustituir la voluntad soberana, expresada en las urnas y representada en las instituciones, del conjunto de los ciudadanos. Por supuesto, no se trata de disimular el éxito de público de la Diada de ayer ni de regatear un ápice la pericia de los organizadores, por más que éstos jueguen con la ventaja de quien tiene detrás un aparato gubernamental de arcas generosas con el dinero de todos, pero la manifestación barcelonesa adolece de la misma virtualidad que las convocatorias nacionalistas que vienen sucediéndose desde, al menos, el año 2012: no significan nada que vaya más allá de la propia ideología o preferencia de ocio de sus asistentes. No cabe duda de que la vistosa coreografía de las multitudes puede influir en el ánimo de la opinión pública, sobre la que se busca causar una impresión muy visual que afecte a la reflexión y a la correcta percepción de la realidad –tal y como reflejan algunos de los episodios menos ejemplares de la historia europea del siglo XX que no es preciso mencionar–, pero no creemos que sea éste el caso. Ni la opinión pública española ni, mucho menos, el Gobierno de la nación van a dejarse impresionar por una movilización que no supone otra novedad respecto a la anterior que la ausencia de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, de la fila de autoridades. No. Pese a los esfuerzos declamativos de sus organizadores, no estamos más que ante otra «última Diada», con la misma parafernalia de las anteriores. Lo que sí tiene trascendencia política y, por lo tanto, provoca la natural preocupación en la inmensa mayoría de los ciudadanos es la operación golpista de la Generalitat de Cataluña y de su Parlament contra la Constitución, que es lo mismo que decir los fundamentos de nuestra democracia. El presidente del Gobierno catalán, Carles Puigdemont, y la presidenta de la Cámara autonómica, Carmen Forcadell, podrán exhibir a los manifestantes como prueba de fuerza, pero la realidad es que si el «proceso» ha adquirido tintes de problema nacional, y muy grave, no es por la ocupación de las calles de Barcelona por los separatistas, sino por la utilización delictiva de las propias instituciones del Principado, cuya legitimidad, no lo olvidemos, procede de la misma fuente constitucional que el resto del ordenamiento político español, por quienes más obligados se encuentran a respetarlo y a hacerlo respetar. De la misma manera que la exhibición callejera no puede nunca sustituir la legitimidad de la democracia, la manipulación institucional no es fuente de derecho alguno. En definitiva, y por encima de las consideraciones ya expuestas, el espectáculo de la Diada, especialmente en lo que se refiere a sus lemas y pancartas, cae en el mismo error de fondo que el resto del proceso: el desprecio a la soberanía de los españoles y a su derecho a decidir, que es inalienable. No deberían, pues, los líderes independentistas caer en el mismo error que propician, es decir, deslumbrarse por su propia propaganda y llegar a creer que una democracia consolidada como la española se plegará a la calle, amedrentada. Ni lo hará ni, además, podría hacerlo. Porque dejar que se incumpla la Ley, no importa en el número de bocas que lo demanden y lo alto que griten, supondría tanto como colaborar en el delito y ello no va a suceder. Lo saben los representantes de la Generalitat, los organizadores de la manifestación y, por supuesto, los propios asistentes.
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