Consejo de Ministros
Es el momento de la unidad
No conviene dar mayor trascendencia de la que tiene a la exclusión de Artur Mas como candidato a la presidencia de la Generalitat de Cataluña. Ciertamente, con su apartamiento termina una era política en la historia reciente del Principado; desde luego no la más brillante ni la más fecunda, pero no por ello desaparecen las consecuencias de su nefasta actuación para los intereses generales de los catalanes y, por ende, de todos los españoles. En efecto, si Artur Mas se ha visto obligado a claudicar no ha sido por la actitud irreductible de los antisistema de la CUP –que no veían en él más que a un representante de la burguesía catalana accidentalmente enrolado en el independentismo y, por lo tanto, poco fiable–, sino por el cálculo tacticista de quienes venían apoyándole desde los ámbitos del separatismo, convencidos de que afrontar unas nuevas elecciones autonómicas suponía correr el riesgo cierto de un desplome de su precaria mayoría en la actual Cámara catalana. No eran pocas las voces que advertían del daño sufrido en términos de apoyo popular por el movimiento independentista, con especial insistencia por parte de las mismas asociaciones ciudadanas que han venido impulsando el proceso de ruptura y a las que el propio Artur Mas, en otro de sus clamorosos errores, había incorporado a la coalición de Juntos por el Sí. Ignorar que estos movimientos siempre han ejercido de correa de transmisión de ERC era tanto como poner en las manos de la izquierda radical el futuro de Cataluña. Y así ha sido. El partido que preside Oriol Junqueras no sólo mantiene su creciente influencia en el panorama político catalán, sino que ha conseguido dos de sus objetivos más inmediatos: neutralizar a las CUP, –obligadas en un humillante pacto por escrito a renunciar a cualquier labor de oposición parlamentaria al futuro Gobierno y a una contrita autocrítica que, sin duda, minará el prestigio de la dirección entre sus bases– y, al mismo tiempo, aplazar el duelo electoral con la marca local de Podemos, que en las recientes elecciones generales se ha convertido en la primera fuerza de Cataluña, con doce escaños frente a los nueve de ERC. Hay que insistir, pues, en el carácter meramente instrumental que la izquierda radical atribuía a la figura de Artur Mas, condición a la que, sin duda, el líder de CDC nunca hubiera descendido de haber tenido más en cuenta los intereses de la sociedad a la que estaba obligado a servir que las dificultades de gobernar en tiempos de crisis. La huida hacia adelante de Artur Mas ha llevado a su partido hacia una posición de irrelevancia y a Cataluña a una comprometida situación de futuro. La mejor solución hubiera estado en una nueva convocatoria electoral, que dibujara con mayor precisión, a la luz de los últimos comicios generales, el actual mapa político catalán, en el que las posiciones separatistas han perdido apoyos, pero Artur Mas, desgastado tras la surrealista negociación con las CUP, ha optado por replegarse de la primera línea, colocando a un hombre de paja al frente del futuro Gobierno de la Generalitat, al que pretende dirigir desde la sombra, calculando, con toda seguridad, que el inevitable fracaso del proceso independentista le permitirá regresar en un tiempo tasado al Palacio de San Jaume. Ya lo advirtió, ayer, en su comparecencia pública, cuando se consideró liberado de su compromiso de dimitir en 18 meses si era reelegido al frente de la Generalitat. Su renuncia de ahora le habilitaría para ese problemático nuevo intento. Pero, en lo inmediato, es preciso dejar a un lado la peripecia personal de Artur Mas para encarar la situación que se presenta al conjunto de España. Desde el punto de vista del movimiento secesionista catalán, es el momento de aprovechar la inestabilidad política y la ausencia de un Gobierno fuerte al que parece abocada la próxima legislatura. Es evidente que el nuevo Ejecutivo catalán insistirá en llevar adelante el plan de secesión aprobado por el Parlamento de Cataluña, con la consecuencia inmediata del incremento de la tensión política y social, frente a lo que sólo cabe oponer, desde la serenidad, el imperio de la Ley. La amenaza, por remota que sea, a la unidad de España exige una respuesta firme que sólo puede llevar a cabo un Gobierno respaldado sin fisuras por quienes comparten los principios constitucionales que garantizan la soberanía nacional y la igualdad de todos los españoles. De hecho, el presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, va a centrar en el desafío separatista catalán buena parte de su discurso de solicitud de investidura, consciente de la complejidad del momento político que vivimos. Es preciso reclamar al PSOE la altura de miras que exige la situación y que demanda esfuerzo y unidad a todos los constitucionalistas, por encima de apetencias personalistas. Mal se entendería que un partido que comparte los principios consagrados en la Carta Magna acabara pactando con quienes no tienen empacho en romperlos, sin otra justificación que impedir un Gobierno del Partido Popular.
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