El desafío independentista
España, ante el mayor desafío institucional
Más de 5,5 millones de catalanes tienen hoy en sus manos una de las decisiones más trascendentales de la reciente historia democrática de Cataluña y también de la de España en su conjunto. Sus votos serán decisivos para determinar un futuro que puede complicar hasta el extremo su existencia y, por ende, la del resto de los españoles. Las encuestas no han sido definitivas y han señalado a ese 20% de indecisos como clave para dilucidar la suerte de los comicios. Los escenarios poselectorales quedarán definidos por mayorías estrechas, y, según sean independentistas o no, obviamente, el grado de incertidumbre será distinto. De lo que a estas alturas caben pocas dudas es de que el independentismo no depondrá su desafío casi bajo ninguna circunstancia, pues su debacle electoral no se contempla, y una derrota por la mínima no será suficiente para que regresen a sus cuarteles de invierno a hibernar y garantizar así que Cataluña encuentre al fin la normalidad y estabilidad arrebatadas. Afrontamos, por tanto, un más que probable horizonte de crisis institucional que el Estado debe afrontar. Como decíamos ayer, la independencia de Cataluña no está en cuestión ni en juego. Es un imposible que choca frontalmente con la legalidad nacional y con la internacional. Por que los separatistas están solos, es cierto –no se conoce un sector profesional, social o cultural en el que sean mayoría quienes se han manifestado a favor de la desconexión con España; ni uno solo–, pero eso no quiere decir que su capacidad para provocar daño sea considerable. Ése es su poder y de lo que debemos defendernos, más allá de que los principales perjudicados sean los propios ciudadanos del territorio. España, y Cataluña también, como parte medular del país, se encuentran en franca recuperación económica, pero son vulnerables, sobre todo, a la inestabilidad política, que nos penalizará si no somos capaces de contenerla. El resultado electoral en Cataluña definirá cuán de relevantes serán las amenazas para la prosperidad de la gente. Las fuerzas democráticas tendrán que ser capaces de poner los intereses del país y de los ciudadanos por encima de los propios. La unidad sin fisuras de los grandes partidos en torno a la legalidad constitucional, a la unidad territorial y a todo lo que ello supone será imprescindible para minimizar los riesgos y contrarrestarlos. El diálogo nunca dejará de ser una opción, pero hoy parece imposible cuando se constata la defunción del catalanismo responsable y moderado y la jerarquía de una camarilla de extremistas que han quemado las naves y se han conducido ellos mismos a un callejón sin salida honorable. Hoy, toca votar y, en esta ocasión, más que en ninguna otra, es una gran responsabilidad que los ciudadanos de Cataluña no pueden esquivar. Que el voto por correo haya crecido un 56 por ciento es un dato que pronostica una participación histórica. Bienvenida sea, siempre que no olvidemos nunca que la legitimidad parte de la legalidad. Sin ella estaríamos abocados a la selva. El futuro no se define hoy, por más que se clarifique. En todo caso, la suerte de Cataluña nos concierne a todos, como establecen nuestras leyes fundamentales. El porvenir de la nación más antigua del mundo no depende de Artur Mas o de Oriol Junqueras, sino de los más de 46 millones de españoles herederos de una historia en común a lo largo de los siglos.
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