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La «estelada» no es oficial y sobra en un espacio público
El Estado de Derecho en Cataluña ha sufrido demasiados embates de un régimen poco escrupuloso con el respeto a las normas como para conservarse firme y sin mácula. Los poderes separatistas han mantenido una crónica actitud de desobediencia e insumisión respecto de aquello que incomodaba o entorpecía sus planes, incluidos, claro está, los símbolos españoles que tanto aborrecen, pero que representan y en los que se siente representada una mayoría de ciudadanos del territorio. La decadencia de los equilibrios institucionales ha sido y es visible para cualquier observador mínimamente sensato y objetivo. El perjuicio ha sido enorme. Se ha asumido como normal e inevitable el incumplimiento de los fallos judiciales, la abierta deslealtad con el Estado o la institucionalización de la mentira en la vida pública catalana por parte de los poderes independentistas. Existe una apropiación del todo por una parte concreta de Cataluña, una identificación de aspiraciones y deseos minoritarios con la voluntad de la gente, y se actúa en consecuencia. Hay demasiados ejemplos de este corrosivo comportamiento de evidentes rasgos que no encajan con la democracia. Lo ocurrido ayer en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona con motivo de la celebración de las fiestas de La Mercè fue, en este sentido, otro episodio deleznable de ese estado de excepción política e institucional en el que está sumido el devenir catalán. El líder de ERC en el Ayuntamiento, Alfred Bosch, colgó una «estelada» con el consentimiento de la alcaldesa, Ada Colau, que se negó a retirarla. Frente a la provocación y la complicidad de la primera edil, la respuesta del popular Alberto Fernández Díaz fue desplegar una enseña española, pese a que el primer teniente de alcalde y reconocido secesionista, Gerardo Pisarello, intentó impedírselo sin éxito, lo que dio lugar a un pequeño forcejeo. Finalmente, ambas se quitaron. Ada Colau lamentó el uso «electoralista» del balcón consistorial con las banderas, pero la secuencia de los hechos y las valoraciones de la alcaldesa retratan a la perfección cuán retorcida y distorsionada está hoy la realidad catalana. Todo se desvirtúa cuando las autoridades locales ponen en pie de igualdad un símbolo constitucional como la bandera de España con otro emblema no oficial y desprovisto de cualquier encaje legal como es el símbolo de una parte muy concreta de la sociedad catalana. O cuando el Ayuntamiento colabora como cómplice necesario en el esperpento provocado por un extremista que busca su minuto de gloria y publicidad. O cuando Pisarello se despacha con un patético y matón comportamiento, impropio de un responsable público, que le deja en evidencia de nuevo como un personaje oscuro, sectario y poco amigo de la libertad. Por el contrario, es de justicia ponderar la actitud resistente de Alberto Fernández Díaz, que actuó como debía y que sólo respondió ante la dejadez de una alcaldesa que puso el balcón del Ayuntamiento al servicio de los extremistas de la independencia en un día de fiesta para todos los vecinos de Barcelona. «Un día se promueve un escarnio a la Corona, otro se exhiben banderas independentistas y, mientras, los demás a callar. Pues se ha acabado la broma». Las palabras de Fernández Díaz responden a la imprescindible actitud que se resume en no plegarse a la intransigencia, el fanatismo y la injusticia. Es un deber ciudadano en democracia.
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