El desafío independentista
Teresa Freixes: En la encrucijada
No existe razón jurídica, económica, social o política para considerar legítima la postura del secesionismo catalán.
Jurídicamente todo lo que están emprendiendo no puede ser calificado más que de engendro a partir del cual pretenden construir una legalidad paralela que no puede tener vigencia, porque vulnera todas las reglas de pertenencia a un ordenamiento jurídico, tanto desde la perspectiva kelseniana propia del sistema continental como desde la «regla de reconocimiento» hartiana inherente al sistema anglosajón. ¿Cómo puede considerarse legítimo que las dos leyes de ruptura (la del Referéndum de autodeterminación y la de Transitoriedad y proclamación de la república) hayan sido aprobadas por el Parlament de Cataluña sin que se conociera el texto de la proposición de ley hasta su presentación a trámite ante la Mesa y que no se hubieran admitido enmiendas ni discusión sobre el contenido, vulnerando de la manera más abyecta los derechos de los parlamentarios que no entraban en el «juego»?
Económicamente ha sido demostrado hasta la saciedad que el «España nos roba», la descompensación de unas balanzas fiscales que no tienen por qué estar «compensadas» ya que el federalismo fiscal, basado en la renta personal, deriva del principio de solidaridad territorial y las demás zarandajas con que nos han estado «regalando» durante todos estos años, se fundamentan en auténticas mentiras. Tan auténticas como que, después de habernos dicho, Puigdemont, Mas y Junqueras, por activa y por pasiva, que la independencia sería beneficiosa para Cataluña, ahora los bancos y las empresas huyen despavoridos del territorio catalán para no quedar fuera del paraguas europeo y por la inseguridad jurídica que todo esto provoca.
Socialmente, el secesionismo ha originado la mayor fractura social que se ha perpetrado no sólo entre Cataluña y España (basada en falacias y estereotipos innobles), sino entre los mismos habitantes de Cataluña, al ser considerados fascistas y represores quienes no concordamos con los postulados del secesionismo.
Políticamente tampoco es de recibo decir que la independencia es la respuesta a la sistemática negativa española a «hablar» con Cataluña. Lo que se ha venido realizando es un permanente chantaje del Govern sobre las autoridades españolas. Han afirmado constantemente que no reconocen la autoridad del Tribunal Constitucional. Incluso ahora mismo pretenden declarar «por etapas», dicen, la independencia, ¿al «modo esloveno»? El «tenemos que engañar al Estado», esgrimido por Artur Mas, está plenamente vigente.
Falto de esa legitimidad política, económica, jurídica y social, el secesionismo ha pretendido, con una mayoría parlamentaria que, por efecto del sistema electoral no se corresponde con la mayoría social, construir un régimen a su medida, con métodos similares a los del totalitarismo que, entre la primera y segunda guerras mundiales, se extendió por buena parte de Europa y del mundo. Con postulados como «la calle es nuestra», ha pretendido excluir a la disidencia del espacio público y, con consignas como «hoy paciencia y mañana independencia», ha pretendido hacer suya la educación y la comunicación, como pilares de la construcción del «nou país» en que todo será poco menos que maravilloso. Miles de jóvenes de Cataluña están convencidos de que viven poco menos que en una dictadura y de que sólo la independencia les hará libres.
La ideología independentista, además, confluye con el populismo de quienes tampoco creen en el imperio de la ley y todo lo fían a la calle. Por eso ahora, tras el discurso del Rey y la espantada que bancos y empresas están protagonizando, secesionismo y populismo confluyen sobre el lema de una pretendida «mediación» o «diálogo». ¿Qué intereses ocultos existen entre aquellos, personas y entidades, que proponen una «mediación» en un caso de flagrante ilegalidad? La mediación es posible cuando existe buena fe e igualdad de armas y se realiza en el marco de la ley. Nunca, en democracia, entre golpistas y un gobierno constitucional. Tampoco podemos tolerar que quienes han sido sus cómplices, extendiendo el supremacismo y manipulando la formación y la información, pretendan ser «los mediadores». Primero hay que restablecer el orden constitucional. Después, analicemos por qué ha pasado todo esto y comencemos a pensar en si son necesarias reformas, para qué y cómo realizarlas.
Pero no. Puigdemont y los suyos se han empecinado en declarar la independencia, mejor dicho en pronunciar una no-declaración de independencia, pero firmando un documento que la proclama, pretendiendo justificarse en el mandato del no-referéndum del pasado 1 de octubre. Para ello, en un pleno ordinario en el que, tras un relato victimista y lleno de contradicciones y falsedades sobre nuestra historia reciente, pretende que el mundo se crea que los catalanes somos un pueblo oprimido que, para recuperar nuestra dignidad, sólo nos queda declararnos independientes. Provocando un empobrecimiento inusitado de Cataluña, incapaz de gestionar una salida plausible a la crisis que él mismo ha provocado, el secesionismo busca ahora prolongar la situación para, al modo esloveno, ir poniendo en pie las estructuras de estado y el control del territorio que le permitan, en un tiempo no determinado, afrontar con mayores ventajas la efectividad de una independencia «a plazos» hasta que pueda ser considerada como irreversible. Lo que constituye un chantaje continuado que no puede ser aceptado en modo alguno. Alguien tendrá que «mover ficha» al respecto.
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