Enfermedades raras
Tras el «Caso Nadia», no dejemos de confiar
Sofía y Rodrigo. Dos enfermedades sin cura. Dos familias que están dando su vida por la de sus hijos. A raíz de casos como el de Nadia, la sombra de la duda puede cernirse sobre muchos padres que apelan a la solidaridad de la sociedad
Sofía y Rodrigo. Dos enfermedades sin cura. Dos familias que están dando su vida por la de sus hijos. A raíz de casos como el de Nadia, la sombra de la duda puede cernirse sobre muchos padres que apelan a la solidaridad de la sociedad: unos reivindicando mejores diagnósticos para los pequeños, otros solicitando fondos para financiar fármacos que puedan, si no salvarles, sí alargar y mejorar su vida
El gen «zorro» que marca a Sofía
Hace casi dos años que una niña rubia, risueña, muy alta y algo desgarbada abría las puertas de su casa a LA RAZÓN. Sofía, de 11 años, es la primogénita de Enrique y Susana, un matrimonio para el que el término «enfermedad rara» quedaba muy lejos. Con cuatro meses, no era capaz de mantener la cabeza erguida. Ya no eran preocupaciones de primerizos. A su hija le pasaba algo, pero los médicos, tras visitar numerosos hospitales, no eran capaces de identificar qué. Ella es una de las tres millones de personas con una enfermedad poco frecuente. Y no sólo eso, hasta hace sólo unos meses, Sofía formaba parte de un grupo aún más «raro», el de las personas sin un diagnóstico. La media para dar con él oscila entre cinco y diez años. «Y con Sofía lo han clavado», dice Susana con alegría.
Tras recorrer media España en busca de un nombre, Enrique se dio cuenta de que su hija no era la única. «Nos fuimos encontrando con muchas familias que estaban igual que nosotros», y decidió crear la asociación Objetivo Diagnóstico para ayudar a visibilizar este problema y para que otras personas encontraran apoyo. Fue por eso por lo que LA RAZÓN se puso en contacto con él y más tarde le siguieron otros medios. Eso sí, Enrique jamás pidió, ni a través de estas páginas, ni de la televisión, dinero para ayudar a su hija. «Sólo he reivindicado sus derechos, los que tienen las personas con discapacidad», recuerda. El motivo de Susana era distinto: «Yo esperaba que alguien viera a mi hija y fuera capaz de sentirse identificado, de dar nombre al problema de Sofía». «Le vendría muy bien la estimulación con caballos, una terapia que nos recomiendan, pero nosotros no podemos pagarla y, por tanto, no la recibe. Lo que no vamos a hacer es ir pidiendo dinero para ello. Le damos todo lo que podemos y sabemos nuestras limitaciones. Si tengo que pedir dinero para algo, se lo pedimos a la familia», dice Enrique visiblemente enfadado tras lo ocurrido con el «caso Nadia».
Sin quererlo, Enrique se ha ido convirtiendo en la voz de estos miles de personas que buscan un término y tanto él como Susana acuden a conferencias y reuniones para dar su testimonio y, al mismo tiempo, conocer a médicos que, ¿quién sabe?, tal vez podrían ayudarles. Y así fue. En una de las visitas de Susana al centro de referencia de enfermedades raras en Burgos conoció a José Luis Herranz, un neuropediatra experto en epilepsia. «Lo único que teníamos claro hasta el momento era que Sofía padece epilepsia y este doctor me insistió en la necesidad de diagnosticar bien de qué tipo, ya que en función de eso se da una u otra medicación». Tras esta charla, acudieron al Hospital Gregorio Marañón de Madrid, donde su neurólogo, Pedro de Castro, les planteó hacerle una primera prueba conocida como Panel Genético de la Epilepsia, con ella se delimitan los genes responsables de la enfermedad y se busca el responsable. Hace dos años, la familia de Sofía había solicitado una prueba similar, aunque algo más exhaustiva, la secuenciación del exoma –analiza los exones, fragmentos de ADN que se transcriben para dar lugar a las proteínas y explicar, así, la alteración de algún gen–. Se la denegaron y no tanto por no poder hacerla, sino porque «no hay suficientes profesionales que sepan leer estas pruebas». Y es que, como indica Susana, «la unidad de Genética del Gregorio Marañón es bastante nueva y, hasta ahora, sólo podían derivarnos a otros centros».
Pocos días después de la prueba, Enrique recibió la llamada del doctor Castro. Tras una década, ya sabían qué le ocurría a Sofía. Tiene alterado el gen FOXG1. «Tenemos un zorrillo en casa», bromea Enrique. Eso sí, aunque ya tenían un nombre, les sonaba a chino. «Ni la genetista que hizo el informe, ni el neurólogo saben nada de esta enfermedad», afirman los padres. Es en ese momento cuando «Dr. Google» y redes sociales como Facebook se convierten en indispensables. «Todo lo que he leído hasta el momento está en inglés. En España sólo conocemos cuatro casos más», subraya Susana. A través de la Fundación FOXG1 de EE UU, esta familia ha ido identificando los síntomas de su hija: epilepsia, microcefalia, hipotonía, problemas con el intestino, la falta de habla... Los 257 casos diagnosticados en todo el mundo hasta el momento tienen estos rasgos en común. Eso sí, «no todos tienen el mismo nivel y a algunos les afecta más que a otros». Por ejemplo, Sofía «está mucho mejor que otros niños porque llevamos ocho años dándole mucha caña con la estimulación temprana», reconoce su padre. Pero también es cierto que hay otros casos «que pueden estar mejor que ella». Sólo saben que ese gen que se ha alterado de manera espontánea es el responsable de su retraso intelectual, pero que su variante le permite estar algo mejor.
¿Habría cambiado en algo conocer el problema antes? Susana lo tiene claro. «A ella no, pero psicológicamente a nosotros nos habría ayudado. Durante todo este tiempo no hemos dejado de pensar en si alguno de los dos era el responsable, si portábamos el gen de la enfermedad», reconoce. De ahí que, cuando decidieron tener a Olivia, las dudas se repitieran en su cabeza. «Ahora ya podemos respirar aliviados». Sin embargo, la noticia también conllevó un episodio de lágrimas, de impotencia. «Aún teníamos la esperanza de que el diagnóstico que nos dieran fuera el de una enfermedad con cura, que me dieran una solución, y saber que no tiene remedio me hizo llorar mucho», dice Susana. Sin embargo, el desahogo de diez años en tensión les ha ayudado. «Ahora nos toca empollar la enfermedad y vamos a tener que aprender inglés. En español no hay nada», bromea. Pero prefieren no ponerse expectativas. «He leído un caso de una chica de 29 años con la enfermedad, así que sabemos que puede llegar a la edad adulta, pero como es una enfermedad que se ha empezado a diagnosticar hace tres o cuatro años, aún queda mucho por conocer». Y es que el avance en las técnicas de diagnóstico de los últimos años ha sido una de las claves para dar con la «enfermedad del zorro».
Enrique y Susana sólo tienen una cosa clara: «No crearemos otra fundación, la asociación Fox se la dejamos a otros. Queremos seguir trabajando con Objetivo Diagnóstico».
Un ensayo clínico para Rodrigo
Rodrigo tiene casi ocho años. Últimamente se enfada en el colegio. ¿El motivo? Ya no puede jugar con sus amigos. Ha dejado de caminar. Cada vez habla menos, le cuesta comer, ha empezado a sufrir muchos temblores... Rodrigo sufre la enfermedad de Sandhoff, que afecta de lleno al sistema nervioso central. La falta de una enzima provoca un daño irreversible en las células, lo que provoca un progresivo desorden neurológico. El resultado ya lo están padeciendo. Rodrigo no es capaz de hacer nada por sí solo. No existe cura... a día de hoy. «Si no la encuentran, se muere», afirma a LA RAZÓN su madre, Ainhoa Samper. Junto a su marido, Ricardo Mendoza, lleva dos años de lucha contra el reloj por dar con una cura. O mejor dicho, por poner los medios encima de la mesa para que el fármaco que ataje la enfermedad de Sandhoff sea una realidad. El tiempo no juega a su favor. «Se le diagnosticó a los cinco años, aunque creen que puede tenerla desde los tres. Los médicos creen que su enfermedad es en modo juvenil, mucho menos agresiva que en el modo infantil, y, por tanto, el deterioro puede ir más lento. Se supone que su esperanza de vida llega hasta la adolescencia», afirma la familia, residente en Palma de Mallorca.
Ricardo y Ainhoa no lo sabían, pero ambos eran portadores del gen de la enfermedad. «Es la única manera por la que la enfermedad se transmite», dice Ainhoa. Una terrible casualidad. De hecho, no tienen constancia de ningún antecedente remotamente similar. Cuando les confirmaron que Rodrigo sufría Sandhoff, una sombra de angustia y sospecha se cernió sobre su segundo hijo, Yago, que ahora tiene tres años. Afortunadamente, y como ocurre con ellos, se confirmó que es sólo portador.
Como ocurre con las enfermedades raras –la prevalencia de la de Sandhoff en Europa es de un caso cada 130.000 personas–, el camino recorrido por los padres hasta que se confirma el diagnóstico es tortuoso. Ricardo y Ainhoa tienen grabada la fecha: el 17 de junio de 2014 pusieron nombre a la enfermedad. «Al principio no nos alertaba mucho», relata Ainhoa. «Rodrigo perdía la coordinación y el equilibrio. En cualquier ejercicio iba con miedo y sufría caídas continuas. Al ser pequeño, nos decían que tenía un retraso psicomotor. También nos dijeron que todo se debía a que tenía los pies planos. Cada niño tiene un ritmo, y los hay más lentos. Nos despistaron, pero era muy difícil el diagnóstico», añade. Las sospechas de que algo serio se escondía tras la falta de equilibrio del pequeño fueron «in crescendo». «En clase de psicomotricidad nos dijeron que tenía que verle un neurólogo. Y vio signos de que, efectivamente, tenía un problema neuronal».
Desde entonces, todos sus esfuerzos se han centrado no sólo en procurarle a Rodrigo la vida que a todo niño de ocho años le corresponde; también, en fomentar la investigación y experimentación en enfermedades raras. Ainhoa y Ricardo contactaron con la asociación Actays, centrada en la lucha contra el Tay-Sachs, una enfermedad muy similar a Sandhoff –de hecho, es casi imposible diferenciarlas– y para la que tampoco existe cura. Allí conocieron a padres como Miguel Ángel Borrás, cuya hija, África, la padece. «La falta de una enzima produce una regresión a nivel cerebral. Mi hija tiene cinco años, pero es como un bebé de cinco meses. No camina, no habla y tiene una visión muy reducida. A día de hoy, el diagnóstico es como dar el pésame», relata Miguel Ángel.
Estos padres tienen hoy dos grandes focos de esperanza. Todo lo que Ainhoa y Ricardo han podido recaudar a través de conciertos y carreras solidarias lo han ingresado en la cuenta de Actays para dos investigaciones: una en la Universidad de Cambridge y otra en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla. «En Cambridge se está desarrollando una cura; en el Virgen del Rocío, un fármaco que puede frenar el avance de la enfermedad», dice Ricardo. Sin embargo, en Reino Unido el proceso está yendo más lento. «Es un tema muy protocolario. Necesitan los permisos para probar el fármaco en niños. Y es un tiempo que no tenemos», dice. El «brexit», además, ha añadido más incertidumbre: «Si a Rodrigo le eligen para los ensayos, ¿la Sanidad británica no pagaría nada? Esperemos que no se complique», afirma el padre. Más ilusionados están con los trabajos que se están desarrollando en Sevilla. Allí tienen las células de Rodrigo y la información genética de otros niños, y en estos momentos se encuentran experimentando en ratones. A mediados de este mes esperan una respuesta.
Con vistas a que Rodrigo pueda tener un tratamiento en el futuro más próximo, la familia tiene en la cuenta de la asociación un «colchón» de 20.000 euros. Ainhoa lamenta que casos como el de Nadia puedan poner en duda causas como la de su hijo. «Nos perjudica muchísimo. Lo nuestro es real: mi hijo sí que se está muriendo. La gente que está contigo desde el principio, los familiares y amigos, te conocen. Pero ¿y el resto del mundo?», dice. Y es que, cuando salgan los fármacos que Rodrigo precisa –porque están convencidos de que saldrán–, van a seguir necesitando la solidaridad de todos.
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