Feria de San Isidro
Ferrera, el maestro en Madrid
Grandiosa faena a un toro que no humilló y que cuajó de principio a fin; cortó un trofeo y se le pidieron dos
Grandiosa faena a un toro que no humilló y que cuajó de principio a fin; cortó un trofeo y se le pidieron dos
Las Ventas. Décima de San Isidro. Se lidiaron toros de Las Ramblas, muy desiguales de presentación y hechuras. El 1º flojo y paradísimo; el 2º, noble pero sin ímpetu; el 3º, noble y sin poder, deslucido; el 4º, descastado y parado; el 5º, noble y sin humillar; y el 6º, noble y a menos. Más de tres cuartos de entrada: 20.159 espectadores.
Juan José Padilla, de grosella y oro, buena estocada (silencio); estocada, descabello (saludos).
Antonio Ferrera, de esmeralda y oro, estocada caída (silencio); estocada desprendida (oreja con petición de la segunda).
Manuel Escribano, de nazareno y oro, estocada (silencio); aviso, metisaca (saludos).
Ocurría a la vez y eran dos mundos distintos. Dos planetas. A la misma hora y en el mismo lugar. Una familia y allegados celebraban la comunión de un niña; un hombre desafiaba cuerpo y mente y se enfundaba el vestido de torear, abandonaba el mismo hotel donde otros festejaban, y encaminaba el solitario viaje a la plaza. La plaza de toros. El camino de los valientes. Familia sufridora. En silencio. Héroes también con heridas sin cicatrices. No había, o no parecía, ambiente en los aledaños minutos antes. Pero no era verdad. Había buena entrada en el cartel de tres toreros banderilleros. Y los tres pusieron pares en el primer toro de Padilla que fue protestado por falta de fuerza y lo mantuvo en el ruedo el presidente, aunque apenas se mantuviera en pie el animal. Y después de esos tres pares en los que brilló Escribano y expuso Padilla, nada quedó. Paradísimo el de Las Ramblas e imposible la faena para el gaditano. De rodillas se puso para recibir al cuarto, un poco a la desesperada tal y como iba la tarde. Ni un toro había embestido hasta entonces. Ni uno ni medio. Con largas cambiadas recibió Padilla al cuarto y así se fue hasta los medios. La gente despertó. Pareó con solvencia y comenzó de rodillas la faena de muleta. Su voluntad estaba servida. Y hasta ahí podemos contar. Al cabo de una tanda el toro se puso de nones, se desentendió de la muleta, se hundió en su necedad y el toreo fue un imposible. Otro más. Llevábamos cuatro del tirón.
En el quinto cambió todo. Fue otro mundo. El mundo que se sacó Antonio Ferrera de la chistera. El toro de Las Ramblas tuvo nobleza, aunque mirón, y pasaba por allí con cierta largura y prontitud, eso sí a humillar se negó desde el principio. Ferrera supo encontrarse con maravilloso temple, con deliciosa delicadeza dio con la tecla y fue construyendo una faena que logró poner de acuerdo a todos. Y en Madrid. Y con la tarde en contra. El comienzo fue apoteósico y se sacó al toro a los medios sin mirar, con ese desprecio impregnado de torería que hizo de imán de toda la faena. Con la diestra, al natural, al de Badajoz le cabía el toreo en el pecho y tiraba, lo sacaba, lo gozaba, en la verticalidad, cadencia absoluta, dueño de Sevilla y reinando en Madrid. En la vida de pronto ocurre. Una estocada punto abajo. Un trofeo. Pidieron dos. Son de esas faenas que el trofeo se queda corto, pero la maestría perdura porque es ajena a los números y solo atiende a las emociones. Se frustró con el deslucido segundo.
Como si fuera una tortura salió el tercero con los mismos mimbres. Bastante cara, léase pitones, nobleza en el último tercio, quería colocar bien la cara, pero sin fuerza, sin casta para empujar, por lo que nada de lo que allí pasaba trascendía del ruedo al tendido. Solventó Manuel Escribano, el matador, y metió la mano con mucha habilidad. Puso toda la carne en el asador con el sexto, en banderillas y a fuego en los pases cambiados por la espalda. Concentró la atención en las primeras tandas y luego se paró el animal. No desistió Escribano buscando la justificación en la cercanías. Falló a espadas. Faenón de Ferrera. Y tarde de toreros.
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