Feria de San Isidro
Un buen Ponce abre la Puerta Grande sin delirio
El valenciano cortó una oreja de cada uno de sus toros, tras buenas actuaciones, y con generosidad del palco
Las Ventas (Madrid). Vigésima segunda de San Isidro. Se lidiaron toros de Domingo Hernández, grandones y desiguales de hechuras. 1º, manejable pero sosote; 2º, de buen juego; 3º, de buen pitón derecho; 4º, noble pero deslucido por falta de fuerza; 5º, con movilidad, más derrotón pero largo viaje; 6º, con movilidad, repetición y codicia. Lleno de «No hay billetes»
Enrique Ponce, de habano y oro, metisaca, estocada (oreja); pinchazo, media (oreja).
David Mora, de tabaco y oro, estocada caída, aviso (saludos); estocada, dos descabellos, aviso (saludos).
Varea, de crema y oro, que confirma alternativa, estocada, ocho descabellos (silencio); pincahzo, estocada, aviso (silencio).
Hay que echar la vista muy atrás para recordar una corrida de Garcigrande completa en Madrid. Volvió con Plaza 1 al mando. Como decide Enrique Ponce regresar cada San Isidro con cuentagotas a jugarse la reputación isidril a una carta. No perdió el tiempo con “Libertino” y de salida se estiró a la verónica y meció la embestida después con chicuelinas de manos bajas. Ocurrió todo en el tercio, cerca del tendido 1 después, por la derecha, tan en la verticalidad que podríamos hablar de rectitud, todo muy suave, ligado en un palmo de terreno porque eran medios muletazos que unidos unos a otros se convertía en un sólo pase camino a la eternidad. Bueno era el toro que se lo tragaba, que perseguía el engaño, que quería muleta con nobleza y codicia. Por ahí fluyeron los mejores momentos. Cuando se puso al natural, no cuajó la cosa, pero supo reconducirla, alcanzar el éxtasis y la comunión con el público en el ocaso genuflexo con pases airosos y uno extraordinario, en el que la plaza estalló. Un metisaca precedió una buena estocada, pero la oreja se le pidió y se le entregó. Cambiaba el rumbo de la tarde ya en el segundo, la Puerta Grande a medio abrir para Enrique Ponce. Palabras mayores. Un pavo de infinitos pitones era el cuarto. Eso no acababa nunca. Tremendo. Pero el toro, que era noble, tenía nulo poder por lo que quiso ir a la muleta con lo justo o menos. No se veía faena pero Ponce tiró de veteranía, de ir metiéndole poquito a poco en vereda, en faena, engañándolo o desengañándolo y logró hacer cómplice al público también. No fue faena de altos vuelos, era imposible con ese material, pero puso todo de su parte. Y más. Había multiplicado el pan y los peces. Un pinchazo precedió a la estocada. Y la gente entregada le pidió la oreja. Y le dio el presidente la llave del trono de Madrid: la puerta grande. La gloria anhelada. Y se levantaron las protestas como quien levanta en armas no en contra del torero, pero sí en defensa del territorio intocable por el que muere y mata todo el que algún día soñó con esto. El templo sagrado...
Se le fue al pecho por el derecho nada más salir el tercero. Fue después su pitón bueno. David Mora lo aprovechó en las dos primeras tandas. Explosivas. De comunión con el público. Hervía Madrid. Bullía. Hasta que cogió la muleta con la zurda y de pronto se deshizo el hechizo. No hubo el entendimiento perfecto, no encontró lo tiempos ni la distancia y el toro se vino abajo. Retomó el camino diestro, en busca del rumbo de la felicidad y el toro había bajado revoluciones pero tenía todavía buen aire, quedó la voluntad, el querer. Antes de entrar a matar, se cruzó en los terrenos, y la colada volvió a ser tremenda. Sabor raro se nos quedó. Movilidad aunque más derrotón tuvo el quinto, pero tenía largo el viaje. El viento se cruzó en el camino y el toreo no fluyó en la faena. Le cogió feísimo al entrar a matar en la rectitud a Mora.
Varea confirmó con Rocoso, que llevaba en su estructura 615 kilos o eso decía la tablilla. Demasiado para su cuerpo. Demasiado para casi cualquier cuerpo. El toro de Domingo Hernández quería, medio andaba por allí, pero nada decía que pudiera transportarnos a otra dimensión, aunque fuera a la del entretenimiento. Sí fue el sexto importante por la movilidad, repetición y transmisión más que la entrega. El viento molestó un infierno y su toreo periférico se interpuso junto a la falta de oficio. Se enfriaba aquello. Y de qué manera.
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