Azul.
Dakar: contraste de sentidos
Si hay una ciudad africana donde todo bulle, donde todo avanza a la velocidad del rayo, donde la tradición de siglos se mira en los ojos de un desarrollo europeo incipiente, esa es Dakar, la capital de Senegal.
Viajar a Dakar y adentrarse en contrastes que reavivan los sentidos es uno de los principales alicientes de visitar una de las urbes africanas más parecida a nuestro mundo.
Lujosos hoteles con piscinas de diseño a las que llegan las olas del mar; niños jugando en calles de arena entre casas de bloques con paredes a medio construir; montañas de frutas tropicales sobre carros de venta ambulante; coches lujosos en un caos circulatorio en el que nadie se choca; mercadillos inundando calles y barrios; furgonetas con grafitis convertidas en autobuses urbanos; taxis amarillos copando calles y carreteras; extensas playas sin apenas bañistas, Monumento al Renacer Africano cómo símbolo de la mirada hacia el futuro; Palacio de Congresos con arquitectura vanguardista; cabras lavadas en el mar tras la jornada de pesca; Casa de los Esclavos de un pasado que hoy empuja fuerte hacia la cultura; iglesias y mezquitas conviviendo bajo el sol; carros de caballos entre coches y autobuses; hamburguesas junto a grandes fuentes de comida alrededor de la familia; construcciones por doquier y un sueño que envuelve todo: ser como Europa.
Al aterrizar en Dakar los ojos se nublan ante el contraste entre desarrollo y libertad. El equipaje se pasea por una única cinta. Las Fuerzas de Seguridad dan la bienvenida bromeando con la necesidad de un visado inexistente, lo que deja vislumbrar ya la confraternización de este pueblo con España, pero a la vez impiden que los brazos de lugareños y visitantes se toquen por la presencia de una doble verja de 200 metros clavada en el asfalto. Buscar un taxi hacia el hotel no es necesario, ellos te encuentran a ti. Un pandemónium de pitidos envuelve a cualquiera que ande por la calle. La oferta de hoteles es acorde al escaso turismo que recibe la ciudad: de súper lujo dirigidos a jeques; altos, con precios europeos, y medios con estándares africanos.
La ciudad de Dakar tiene una estructura geométrica cuya vida para los visitantes gira en torno al barrio de Yoff y en la zona de Ngor, en las proximidades del aeropuerto, donde se concentran restaurantes y hoteles de todo tipo. Sus extensas playas, con grandes horas de soledad, son un reclamo para los turistas. Por la mañana los pescadores las inundan sobre todo en Yoff, con sus coloridas barcas. La venta de pescado fresco a precios irrisorios atrae a comerciantes y carreros en un espectáculo inigualable.
Tras la faena, toca el aseo. A medio día las cabras, usadas por los pescadores, se sumergen en el mar, aunque no por su propia voluntad, para ser lavadas. Los pájaros rastrean todos los restos de pescado que pudieran quedar en la orilla y a partir de las dos de la tarde los arenales son un limpio remanso de paz preparados para recibir a los bañistas.
Las estrechas calles de los barrios cercanos a la costa, y no tan cercanos, son de arena, lo que obliga a llevar un calzado apropiado para caminar por ellas. Los carros tirados por caballos se mueven entre lujosos coches, gran parte 4x4.
Una multitud de taxis inunda carreteras, calles, caminos o arenales. Da igual donde vayas o vengas, siempre hay numerosos coches pintados de negro y amarillo que te llaman con el claxon para que subas. El parque automovilístico de esta ciudad africana es joven, a excepción de los taxis. Desde hace varios años un decreto gubernamental prohibió que entrase en el país ningún coche destinado a la venta que tuviese más de tres años. La circulación en Dakar es un verdadero caos, los coches se cruzan por donde se les ocurre, los intermitentes ni se usan, una señal con la mano para que otro se quite es suficiente para atravesarse entre una docena de vehículos que es imposible saber hacía donde van. Además estos vehículos de alta gama y los innumerables taxis tienen que sortear a cada momento un importante parque de carros tirados por animales que transportan toda clase de mercancías y enseres de un lado a otro de la ciudad. Nadie hace caso de los casi inexistentes semáforos y los frenazos son constantes. Aunque parezca imposible, en este caos circulatorio apenas hay colisiones. Todos van pendientes de todos para descubrir las maniobras de alrededor.
La base del comercio en Dakar son los puestos en la calle, en mercadillos, solitarios, junto a las rotondas, a la sombra de un árbol, bajo una sombrilla... En cualquier rincón hay carros con torres de sabrosos mangos junto a un coche lujoso y nuevo que aleja la idea de pobreza.
El nivel de los vehículos contrasta con el transporte público. Los autobuses son viejas furgonetas de color azul y blanco, aunque la mayoría de lugareños prefiere usar unos furgones de gestión privada con numerosos dibujos y coloridos, denominados “cars rapide”, a los que se accede por la parte de atrás casi en marcha. Los cobradores, y algunos pasajeros, van fuera sobre una pequeña plataforma enganchados a cualquier saliente del furgón. Conocer las líneas para los foráneos es casi imposible, por lo que la mejor manera para moverse por Dakar es en taxi que, además, son realmente baratos, por dos euros se atraviesa la ciudad de norte a sur.
La capital de Senegal está inundada de grandes y modernos carteles de publicidad que resaltan las bondades de la telefonía móvil o de internet. Orange junto a lujosos smartphone, marcas como Coca-Cola o los poderosos Bank of Africa y Western Union copan los paneles publicitarios. Junto a las grandes “avenidas” los vendedores ambulantes te ofrecen tarjetas de prepago de Orange como si fueran churros, símbolo una vez más de la fragilidad de una economía que vive al día y donde el desarrollo tecnológico (teléfonos de alta gama o tarjetas) no es ajeno a un futuro incierto y la telefonía por contrato apenas existe.
El desarrollo de la ciudad también se nota en el nivel de construcción. Junto a casas de bloques a medio hacer, hay barrios enteros con edificios de 4 pisos al estilo occidental y numerosas obras en marcha, alguna faraónica, como la gran mezquita junto a la carretera que atraviesa Dakar de este a oeste.
Uno de los principales atractivos para el turista es el Palacio Presidencial que acoge al presidente de la República. Es un edificio lujoso con cambio de Guardia incluida. En medio de la carretera que sube hasta él hay un imponente baobab, árbol típico de Senegal, que obliga a circular por cada uno de sus laterales. A escasos metros está la plaza de la Independencia, centro financiero de Dakar, donde hay grandes edificios coloniales junto a otros modernos que albergan las sedes de las principales entidades económicas del país.
No lejos de allí merece una visita la Gran Mezquita, lugar sagrado de culto que no es visitable pero que sólo observar su alminar desde el exterior merece la pena. A todas horas entran lugareños a rezar, y al caer la tarde se oye al almúedano llamar a la oración de una religión que es la mayoritaria y que convive con otras como el cristianismo con su impresionante catedral construida en los años veinte. También los cementerios muestran esta diversidad, como el cristiano de Bel Air o el musulmán de Yoff.
En la zona oeste está el polémico Monumento al Renacer Africano, una mole de bronce visitable que representa el futuro señalado por el niño y el pasado dejado atrás por sus padres. Tras una larga escalinata nos espera un ascensor hasta el interior de las cabezas, desde donde se observa Dakar hacia los cuatro puntos cardinales.
Desde el puerto, frente a la antigua y medio derruida estación de tren, parte un ferry cada hora a la Isla de Gore, Patrimonio de la Humanidad, con unos 900 habitantes, ubicada a dos millas de la costa. Es un remanso de paz defensivo que alberga La Casa de los Esclavos símbolo y a la vez vergüenza de la dominación que sobre África se realizó durante siglos. De este lugar oscuro y lúgubre partieron veinte millones de africanos que fueron vendidos como esclavos a las nuevas tierras emergentes de América.
Viajaban a la fuerza entre grilletes y cadenas en buques negreros. Muchos morían en la travesía, otros eran arrojados al mar para aliviar la carga, y los que tenían la “suerte” de arribar a puerto ya no conocerían nunca más una vida en libertad. Aunque hay varias casas de esclavos, sólo una, restaurada en 1990, está preparada para el turismo por un irrisorio precio con el que la Unesco desarrolla programas culturales en el país. En el recorrido por la casa estremece ver los habitáculos en los que se hacinaban más de veinte africanos con cadenas en cuello, pies y manos, las zonas donde ubicaban a los que tenían que engordar, o, lo más impactante, las semicuevas donde metían a los niños alejados de sus madres para que éstas no oyesen sus llantos. Todo un símbolo de lo que nunca debió ocurrir en la historia de África por el simple hecho del color de su piel.
En la isla, de incalculable belleza, hay numerosas especies autóctonas, y como no, un gran ejemplar de baobab, árbol sagrado africano, junto al que un día los senegaleses crecieron libres y hoy lo vuelven a hacer. Gore cuenta con un buen número de tiendas de recuerdos típicos, restaurantes, algún hotel donde hospedarse, colegio, hospital y numerosas cafeterías o bares.
Pero si una cosa llama la atención de Dakar es la bondad de sus gentes. Comer en familia sobre una alfombra alrededor de una sartén con ricos manjares es de lo más gratificante. Los senegaleses se preocupan por ti, te acogen con cariño, te ofrecen todo lo que necesites, te hacen sentir uno de ellos, y sobre todo, te acompañan en un viaje que no debería levantar temores en nuestro mundo.
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